XVII. El verdadero yo

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La tarde se había teñido con el tono dorado del sol poniente cuando me asomé por la ventana. El aire estaba tranquilo, apenas un murmullo entre las hojas de los árboles que bordeaban el patio trasero. Desde la distancia, vi a Max agachado en el suelo, con la pala firmemente sujeta entre sus manos. Lo observé mientras terminaba de enterrar algo en lo que ya sabía era su pequeño cementerio improvisado de animales.

Max se enderezó, pasando la mano por su frente para apartar el sudor, y luego dio unos pasos atrás para admirar su trabajo, asegurándose de que todo quedara bien cubierto. La vista de él en esa posición, tan enfocado en enterrar otra criatura, me llenó de una inquietud que ya no podía ignorar.

Cuando finalmente se alejó del lugar, entrando de nuevo en la casa y se marchó al supermercado, supe que esa era mi oportunidad. Esperé a que su figura desapareciera por completo y conté hasta diez para asegurarme de que no volvería de inmediato. Mi corazón latía rápido, un tamborileo que resonaba en mis oídos, pero no podía detenerme ahora. Tenía que saber la verdad, por más aterradora que pudiera ser.

Tomé una profunda bocanada de aire, sentí que la incertidumbre se mezclaba con el miedo, y comencé a recorrer la casa en busca de alguna pista. Pasé por cada habitación, revisando armarios, cajones, y cualquier rincón donde Max pudiera haber ocultado algo, pero todo parecía en orden. Nada fuera de lo común, nada que me diera una pista sobre lo que realmente estaba ocurriendo.

Finalmente, mis pasos me llevaron hacia la puerta trasera. Me detuve un momento, con la mano temblorosa en el picaporte, y miré hacia el patio donde estaba ese pequeño cementerio que Max mantenía oculto. La misma pregunta daba vueltas en mi cabeza: ¿Qué era lo que Max estaba enterrando ahí realmente? ¿Solo animales, como él decía, o algo más siniestro?

Abrí la puerta con cuidado, dejando que el aire fresco de la tarde me envolviera. El suelo bajo mis pies estaba húmedo por las lluvias recientes, y el aroma de la tierra mojada llenaba mis sentidos mientras me dirigía hacia el lugar donde Max había estado trabajando. El área estaba llena de pequeñas montañas de tierra, cada una marcando una tumba improvisada.

Me arrodillé en el suelo, el frío de la tierra atravesando mis jeans, y tomé la pala que Max había dejado apoyada contra la cerca. Con manos temblorosas, comencé a cavar, cada palada removiendo la tierra que ocultaba lo que Max había enterrado.

El primer montículo reveló los restos de una pequeña ardilla, su cuerpo inerte envuelto en el suelo oscuro. La segunda tumba, otro animal pequeño, pero ya en avanzado estado de descomposición. No había nada fuera de lo común, pero la sensación de que algo no estaba bien no me abandonaba.

Seguí cavando, el sudor comenzando a perlar mi frente a pesar del fresco de la tarde. Fue en la tercera tumba que el filo de la pala chocó contra algo duro. Al principio pensé que era una piedra, pero cuando retiré la tierra, mis manos comenzaron a temblar más fuerte. No era una piedra.

Lo que apareció ante mis ojos era un hueso, blanco y pulido por el tiempo, pero no un hueso de animal. Lo supe de inmediato, algo en la forma, en el tamaño... no pertenecía a ningún pequeño roedor.

Sentí que el mundo giraba a mi alrededor, mi respiración se volvió entrecortada. Seguí cavando frenéticamente, la pala arrancando la tierra con fuerza, hasta que descubrí lo que confirmaría mis peores temores.

Lo que vi me hizo retroceder, tropezando hacia atrás, mientras un grito se ahogaba en mi garganta. Ahí, en el fondo de la tumba, parcialmente desenterrado, estaba un hueso humano, la pelvis completamente descompuesta pero inconfundible en su forma.

—No... no puede ser—murmuró mi voz temblorosa, mis manos cubriendo mi boca mientras las lágrimas comenzaban a correr por mis mejillas. La realidad golpeaba con la fuerza de un huracán, arrasando cualquier vestigio de calma que pudiera haber tenido. Lo que había encontrado no era un animal; era humano.

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