XXV. Cena

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La tarde transcurría tranquila, aunque mi mente no dejaba de divagar. Mi mano se posaba suavemente sobre mi vientre ya de tres meses, acariciando la piel estirada. Desde la ventana, observaba a Max en el jardín, cavando. Sus movimientos eran precisos, como siempre, mientras trabajaba bajo el sol. Todo iba bien, como debía ser.

—Terminé —, dijo Max, limpiándose el sudor con la camisa empapada.

Lo observé mientras se acercaba, una sonrisa ligera curvando mis labios. —Justo a tiempo —, le respondí. —Hice la cena.

Nos dirigimos al comedor, y una vez sentados, lo observé cortar el primer trozo de carne. Sus mandíbulas trabajaban con calma, disfrutando el sabor. Mi mirada no se apartaba de él, mi mente procesando cada pequeño detalle.

—¿Qué sucede? —preguntó, dejando los cubiertos de lado al notar mi mirada fija y la sonrisa que no desaparecía de mi rostro.

Sacudí la cabeza levemente. —Nada. —Tomé un pedazo de carne y lo llevé a mi boca, cerrando los ojos mientras lo saboreaba. —La comida es excitante —, dije con un tono cargado de subtexto, masticando lentamente.

Max frunció el ceño, confuso. Se quedó observándome por unos segundos más antes de que la comprensión llegara a su rostro. Y cuando lo hizo, la confusión dio paso a la furia. Sin pensarlo, tiró los platos al suelo, el estruendo llenando el espacio.

—¡Qué mierda te pasa por la cabeza! —, gritó, levantándose bruscamente de la mesa, su mirada ardiendo de ira.

Yo simplemente lo miré con inocencia fingida, haciendo un pequeño puchero mientras cortaba otro trozo de carne. —¿Qué? —respondí en tono burlón, llevándome el nuevo bocado a la boca. —Está rico... claro, un poco viejo —, añadí con una sonrisa maliciosa.

Max me miró con una mezcla de horror y rabia. —Esto no es una broma, Checo. Hay límites —, dijo, su voz cargada de indignación. —Nosotros no hacemos eso, no nos comemos a nuestras presas. Eso puede afectar al bebé.

Solté una carcajada ante su reacción, una risa que reverberaba en el silencio de la habitación. Sabía perfectamente cuánto detestaba Max la idea de comer carne humana, era una de las pocas líneas que él nunca cruzaba. Pero yo... yo siempre había sido más flexible con los límites.

—Oh, Max... —, murmuré, poniéndome de pie con calma, acercándome a él mientras el caos de los platos rotos permanecía a nuestros pies. Mi mano rozó suavemente su brazo mientras lo miraba a los ojos. —No seas tan dramático. No le pasará nada al bebé.

Max apartó su mirada, furioso, pero no se movió. Sentía cómo la batalla interna en su mente comenzaba a librarse. Sabía lo que pensaba. Sabía que, por mucho que odiara la idea, había algo más profundo que yo podía activar en él. Algo que, con las palabras adecuadas, podía inclinar a mi favor.

—Max... —, susurré, rodeándolo despacio, mis dedos trazando líneas suaves por su cuello y su pecho. —¿Recuerdas todo lo que hemos hecho juntos? —Hice una pausa, acercando mis labios a su oído. —No te detuviste antes, ¿verdad? Disfrutaste cada momento... incluso cuando pensabas que era demasiado.

Él cerró los ojos, su mandíbula apretada, pero no apartó mi mano.

—Esto no es diferente —, continué, con una voz sedosa. —Es solo... otro paso. Otro desafío.

Max respiró hondo, aún con la tensión evidente en sus músculos. Sentía que la batalla dentro de él continuaba, pero estaba empezando a ceder. Sabía que, al final, lo convencería. Siempre lo hacía.

—Solo pruébalo. Una vez. —Lo rodeé hasta quedar frente a él, tomando su rostro entre mis manos manchadas de sangre. —No será tan malo como crees. Y si lo es... —sonreí suavemente. —Nunca tendrás que hacerlo de nuevo. Lo prometo.

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