XXXIV. Fin

217 17 22
                                    


Pasaron los años, y la vida, de alguna forma retorcida, continuó. Cuando Max y yo salimos de la cárcel, algo en ambos había cambiado. Aún éramos las mismas personas, pero habíamos aprendido, evolucionado de alguna manera, aunque no del todo por elección. El sistema penitenciario nos observó durante mucho tiempo; evaluaron nuestra conducta y, por algún extraño y cruel giro del destino, logramos reducir nuestras condenas por buena conducta, aunque aún así pasaron quince años para que saliéramos libres. No porque nuestros crímenes fueran perdonables, sino porque la ley solo conocía dos homicidios, aquellos dos únicos cadáveres descubiertos por la policía gracias a Max. Y aunque nuestro pasado oscuro pesaba sobre nosotros como una sombra que nunca se disipaba del todo, lo dejamos atrás.

—¿Listo?— Max me miró nervioso estirando su mano.

—Listo—, susurré tomando su mano nervioso.

Salimos al mundo como hombres distintos. La violencia había moldeado nuestra relación, pero el encierro nos dio la oportunidad de reflexionar. No es que fuéramos inocentes, pero la cárcel nos mostró lo que realmente queríamos en la vida. Al principio, cuando las puertas de la prisión se abrieron, no estábamos seguros de cómo vivir fuera de aquellos muros. Ambos nos miramos, vulnerables por primera vez en años, preguntándonos si el amor que habíamos compartido durante nuestro retorcido pasado aún sobrevivía.

Y sorprendentemente, lo hizo. Max seguía siendo el único al que podía aferrarme, el único que entendía cada rincón oscuro de mi mente, porque él había caminado por esos mismos pasillos de locura conmigo. Pero algo había cambiado en él también. El mismo hombre que antes disfrutaba con los juegos más macabros ahora parecía haber encontrado una extraña calma, una paz que solo se consigue después de ver el peor lado de uno mismo. Y yo... yo ya no sentía esa sed implacable de sangre. Después de todo lo que habíamos hecho, algo dentro de mí se apagó. Lo que antes era una llama incontrolable se había vuelto una pequeña chispa, apenas perceptible.

Poco a poco, construimos una vida juntos. No fue fácil. Cada vez que intentábamos avanzar, las miradas y los susurros de la gente nos seguían a donde fuéramos. Pero lo ignoramos. Lo único que importaba era que estábamos juntos, como siempre había sido. Comenzamos una pequeña familia, algo que nunca había imaginado que tendríamos. Luego de varios años tuvimos a dos preciosos hijos, Mateo y Emilia, y esos pequeños seres nos dieron un propósito que jamás habíamos conocido. Ser padres cambió todo. Todo el odio, toda la oscuridad que alguna vez dominó nuestras vidas fue reemplazada por algo más profundo, más verdadero.

—¡Papá!—, gritaba Emilia al ser cargada por Max en los aires.

—Amor, déjala —, lo regañe divertido mientras yo cargaba a Mateo.

Las risas de los niños llenaron la casa que una vez había sido testigo de nuestros secretos oscuros. Max se volvió protector, más que nunca. Y yo, a mi manera, me convertí en el hombre que nunca pensé que sería. Me esforzaba por ser un buen padre, un buen compañero. Porque en esos ojos pequeños, vi la oportunidad de redención. Vi algo que valía la pena proteger, algo que no podía arruinar como lo había hecho con tantas otras cosas.

— ¡Papá, tengo miedo!—,  grito mi pequeña hija llegando a nuestra habitación.

—No te preocupes, cielo. Aquí estamos —, la abrace y la puse en medio de Max y  yo.

—¡Protegeme, papá!— gritaba aferrándose a mi.

A lo largo de los años, aprendí a amar de una manera diferente, sin la necesidad de la posesión y la obsesión que alguna vez había definido mi relación con Max. Nos complementábamos, aunque aún existía esa chispa peligrosa entre nosotros, esa que no desapareció del todo. Pero aprendimos a manejarla, a transformarla en algo más constructivo. Nos hicimos más fuertes, más conscientes de nosotros mismos.

Shock || chestappen Donde viven las historias. Descúbrelo ahora