XXII. Despertar

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El cuerpo sin vida del repartidor yacía en el suelo, sus ojos abiertos mirando hacia el vacío, reflejando la última chispa de terror que había experimentado antes de morir. La escena era un caos de sangre, con manchas carmesí esparcidas por el suelo de madera y salpicaduras en las paredes, formando un macabro cuadro que contaba la historia de su agonía. El aire estaba cargado de ese olor metálico y dulce de la sangre recién derramada, un aroma que, aunque debería revolverme el estómago, solo me parecía vagamente familiar, casi rutinario.

El hombre había llegado a nuestra casa hace dos días. Había sonreído cortésmente mientras me entregaba un paquete y me había hecho un cumplido por mi embarazo, su tono amigable y su sonrisa sincera. Pero Max, siempre atento, había notado la ligera inclinación en su voz, esa admiración apenas contenida que irradiaba de sus palabras. El cambio en la expresión de Max fue sutil pero inmediato, una sombra que cubrió su rostro por un segundo antes de que recuperara su calma habitual. Sabía lo que eso significaba. Lo demás fue historia.

Ahora, mientras miraba el cuerpo, sentía un vacío indescriptible. Ni repulsión, ni satisfacción, solo una sensación de haber completado una tarea más en un día cualquiera. El martillo aún estaba caliente en mi mano, su mango manchado de sangre, y pude sentir la leve vibración que resonaba en mis huesos por el impacto. La sangre se escurrió por mis dedos, goteando lentamente hacia el suelo, formando pequeños charcos oscuros que contrastaban con la claridad de la luz matinal que entraba por la ventana.

—¿Te divertiste? —preguntó Max mientras me quitaba el martillo de las manos con la misma suavidad con la que podría haberme dado un beso en la frente.

Lo miré, su rostro inmutable mientras observaba el martillo. No había juicio en sus ojos, solo una expectativa de respuesta, como si realmente le interesara mi opinión sobre lo que acababa de ocurrir.

—Gritó mucho —hice una mueca, recordando los alaridos desesperados del hombre—. ¿Me gustaba que gritaran? —pregunté con una mezcla de curiosidad y desdén.

Max esbozó una sonrisa ligera, como si hubiera estado esperando esa pregunta.

—Lo amabas —respondió con la misma seguridad con la que uno podría afirmar que el sol sale cada día.

Miré mis manos cubiertas de sangre, los rastros pegajosos que me marcaban como el autor de esta escena. En otra vida, tal vez habría vomitado ante la visión, tal vez me habría desmayado, o al menos, sentido alguna emoción intensa. Pero todo lo que sentía ahora era aburrimiento. Suspiré profundamente, dejando escapar el aire con una resignación que parecía invadir cada fibra de mi ser.

—Veo que no te gustó —bufó Max, percibiendo la indiferencia en mis gestos.

—No fue emocionante —respondí, sin molestarme en suavizar mis palabras—. Tú tampoco lo disfrutaste.

Max se encogió de hombros, su expresión volviéndose algo más pensativa.

—Es porque creí que al nuevo tú no le gustaría —admitió, su tono casi introspectivo, como si estuviera reflexionando sobre una obra de arte que no había salido como esperaba.

Lo miré directamente, un desafío implícito en mis ojos.

—Sigo siendo el mismo —afirmé con convicción, aunque la voz en mi cabeza no dejaba de preguntarse si eso era cierto.

Desde la semana pasada, pequeñas piezas de un rompecabezas oscuro habían comenzado a encajar en mi mente. Recuerdos fragmentados que aparecían en mis pensamientos de manera aleatoria, a veces destellos breves durante el día, otras veces imágenes más vívidas en mis sueños. Pedazos de un pasado que había sido cuidadosamente borrado, pero que ahora comenzaba a reclamar su lugar en mi memoria. Y con cada fragmento que regresaba, una realidad escalofriante se volvía más clara: yo era un monstruo.

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