misterios de muerte

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Adriana y yo decidimos aprovechar al máximo el fin de semana en nuestra nueva mansión, ubicada en una zona rodeada de otras lujosas casas. A nuestro alrededor, los jardines estaban perfectamente cuidados, los altos muros prometían privacidad, y parecía que estábamos completamente aislados del resto del mundo.

Después de instalar nuestras cosas, nos dimos cuenta de que necesitábamos provisiones, así que decidimos salir a hacer la compra. Adriana insistió en ir al supermercado local, el Pescadona, para abastecernos de todo lo necesario.

Llegamos al Pescadona y, como siempre, el lugar estaba lleno de vida. Adriana se movía entre los pasillos con una lista mental, mientras yo empujaba el carrito. Agarramos todo lo básico: carnes, verduras, algo de pescado fresco, y, por supuesto, algunas botellas de vino para acompañar la cena. Adriana parecía disfrutar de la rutina normal de la compra, y yo, por un momento, me dejé llevar por la normalidad del momento.

Con el carrito lleno, nos dirigimos a la caja. Mientras la cajera pasaba los productos por el escáner, me distraje un momento, mirando por la ventana hacia el estacionamiento, pero rápidamente volví a concentrarme en lo que estábamos haciendo. Pagamos y salimos del supermercado sin más complicaciones, listos para disfrutar del fin de semana.

Regresamos a la mansión con las bolsas llenas y empezamos a colocar todo en el refrigerador y las alacenas. Todo parecía estar bien; el ambiente tranquilo de la mansión. Pero mientras terminábamos de acomodar las compras, Adriana se emocionó al ver la piscina a través de las ventanas.

-Voy a darme un chapuzón -dijo con una sonrisa mientras dejaba las últimas cosas en la encimera y corría a ponerse su bikini.

Yo me quedé organizando un poco más la cocina y terminando de guardar las cosas. Después, fui al dormitorio para cambiarme también. Mientras me ponía ropa más cómoda, podía escuchar a Adriana riéndose y disfrutando en la piscina. Todo parecía estar en su lugar, como si este fuera un fin de semana cualquiera, hasta que su voz interrumpió mis pensamientos.

-¡Samuel! ¡Samuel! -gritó desde la piscina-. ¡Hay un agujero en el muro!

Su grito me hizo detenerme en seco. Salí corriendo al jardín, donde la encontré junto al muro que rodeaba la piscina. Estaba pálida, señalando un punto en el muro que apenas era visible por la vegetación. Me acerqué para inspeccionar más de cerca y ahí estaba: un agujero, oscuro y perfectamente redondeado.

Me acerqué para examinarlo mejor. El agujero era tan grande que parecía imposible que nadie lo hubiera notado antes, pero ahí estaba, perfectamente visible y oscuro en su interior, como si condujera a algún lugar desconocido.

-¿Qué crees que sea esto? -preguntó Adriana, nerviosa.

Me agaché para examinarlo más de cerca.

-No lo sé, pero no me gusta -respondí, tratando de mantener la calma-.

Adriana asintió, aunque estaba claro que el descubrimiento la había perturbado.

Mientras estábamos en la piscina, Adriana y yo comenzamos a relajarnos, dejándonos llevar por el momento. Las preocupaciones sobre el agujero en el muro comenzaron a desvanecerse, reemplazadas por el calor de la tarde y la cercanía entre nosotros. Entre risas y juegos, la tensión se disipó, y pronto estábamos más enfocados en nosotros mismos que en cualquier otra cosa.

Nos besamos, y con el agua rodeándonos, la sensación de tranquilidad volvió. Adriana parecía disfrutar del momento, sus manos recorriendo mi espalda mientras el sol se reflejaba en el agua. Era fácil olvidarse del mundo fuera de la piscina, donde solo estábamos nosotros dos y el sonido suave del agua.

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