Capítulo 7: La estancia en Kaelar.

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Unos días después de nuestra llegada los tres nos habíamos adaptado a la vida que se llevaba en Palacio. Para mi desgracia mis padres habían decidido que con el primer festejo de bienvenida no era suficiente, lo cual había significado noches y más noches de cenas y bailes a los que personalmente no me gustaba acudir.

Vaelorn me había llevado todas las noches a recorrer el enorme castillo, sabía que adoraría la arquitectura del lugar y las pinturas que en él había. Empezamos visitando el ala Sur en el que había una pequeña galería de arte, dedicada a homenajear las grandes hazañas que los Fae habían llevado a cabo antes del comienzo de la Gran Guerra.

De ahí partimos al ala Este, en ella se podían apreciar enormes estancias con hermosos tapices decorando sus altas paredes. La mayoría eran obras dedicadas a la naturaleza y su belleza, otros sin embargo estaban dedicados a antiguos Reyes y Reinas.

Un par de días después de inspeccionar con detenimiento el ala Este, fuimos a recorrer el ala Oeste del Palacio. Repleto de grandes salones con ventanales tan altos como las propias paredes, por no mencionar la Gran Biblioteca. Por los Dioses olvidados, si pudiera me quedaba allí a pasar el resto de mis días rodeada de libros que todavía no he tenido la oportunidad de leer.

Por último, visitamos el ala Norte del Palacio, en ella casi todo eran talleres y estudios, nada que fuese de verdadero interés arquitectónico o artístico.

Como ya no quedaba mucho por ver dentro en Palacio, Vaelorn y yo tomamos la decisión de que saldríamos por las mañanas temprano justo tras el desayuno, iríamos a la Ciudad cada día y así no solo podría observar la arquitectura, sino que además podría conocer a su gente.

***

Recorrimos el mismo camino que habíamos realizado el día de nuestra llegada, así podría apreciar cada rincón de la ciudad con detenimiento. No me arrepentía de esa decisión, sin duda había sido un acierto, la Ciudad era hermosa desde todos los ángulos y a cualquier hora del día.

Vaelorn me llevó al mejor herrero de la Ciudad, según decía era para encargar un arma nueva para sí mismo y para dejar las suyas para mantenimiento, mi teoría era otra y más sabiendo como es Vaelorn y que no es capaz de mentirme por mucho que lo intente.

Todos allí eran muy amables conmigo y no sólo me trataban como a un miembro de la Realeza, parecía que poco a poco estaba ganándome esos corazones tan especiales sin necesidad de esconder mi verdadera forma de ser.

Vaelorn decía que quererme era fácil y que era normal que los residentes de la Ciudad me estuvieran cogiendo cariño, al parecer era muy raro ver a miembros de la Realeza y la Nobleza mezclándose con los ciudadanos de a pie.

Yo sin embargo no me sentiría a gusto si no me mezclase con la gente a la que algún día debería gobernar, veía más lógico tratar de entender sus problemas desde su punto de vista y desde su posición que verlos subida en un Trono sin tener en cuenta las necesidades de mi gente.

Uno de esos días acabamos rodeados de los niños de la Ciudad, nos seguían allá donde íbamos, haciendo preguntas sobre cómo había sido mi vida antes de que mis padres fueran a buscarme al Mundo Humano.

Intentaba saciar la curiosidad de todos ellos respondiendo el mayor número de preguntas posibles, pero a veces resultaba complicado, pero también divertido porque no sabían cómo plasmar la pregunta o hacían varias a la vez y no me daba tiempo de contestar todas.

Un par de días después esos mismos niños vinieron a buscarme cuando llegué a la Ciudad y me regalaron flores, unas muy hermosas y coloridas. Ese mismo día volvimos a visitar al herrero para recoger las espadas de Vaelorn, para mi sorpresa no era lo único que nos entregó, le entregó a Vaelorn una caja del tamaño de una Daga, pero él no quería enseñármelo todavía, decía que debía esperar al momento correcto.

La Princesa de Plata [La Princesa de las Tres Coronas 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora