El sol apenas comenzaba a despuntar sobre el horizonte, tiñendo el cielo de suaves tonos rosados y dorados, cuando el joven príncipe León abandonó la comodidad de su lecho real. Se movía con sigilo por los pasillos del palacio, evitando a los sirvientes madrugadores que ya comenzaban con sus labores diarias. Sabía exactamente hacia dónde se dirigía: la pequeña sala en el ala oeste, que había convertido en su refugio secreto.
No era una sala cualquiera, sino una pequeña enfermería improvisada. León la había llenado de libros de medicina, plantas secas y frascos con hierbas medicinales, que había conseguido a través de su red de contactos en el mercado. Los libros, de páginas amarillentas y cubiertas de cuero desgastado, habían sido su fuente de conocimiento desde que tenía memoria. Mientras otros príncipes de su edad estudiaban estrategia militar y retórica, León pasaba sus días absorto en las teorías de Galeno y las enseñanzas de Avicena, soñando con ser capaz de salvar vidas en lugar de tomarlas.
La pasión de León por la medicina había comenzado en su infancia, cuando una epidemia de fiebre había barrido el reino. Decenas de aldeanos cayeron enfermos, y aunque los médicos reales hicieron todo lo posible, muchos no sobrevivieron. León, apenas un niño en ese entonces, había visto el sufrimiento de su pueblo y había sentido una impotencia que lo marcó para siempre. Fue entonces cuando decidió que haría todo lo posible para aprender a curar, para que nadie tuviera que sufrir como él había visto sufrir a los aldeanos. La medicina se convirtió en su refugio, su escape de las responsabilidades que la realeza imponía sobre él.
Con los años, había aprendido a mezclar las plantas y hierbas medicinales que recolectaba en el mercado, a menudo disfrazado para no ser reconocido, con la ayuda de una de las cocineras del palacio, que le enseñó sobre las propiedades curativas de muchas de las plantas que crecían en el jardín real. León había curado a más de un habitante del palacio con sus remedios, desde cortes y contusiones hasta enfermedades más graves, y lo había hecho en secreto, con la esperanza de que su familia nunca descubriera su pasión oculta.
León no era como sus hermanos. Mientras ellos se entrenaban en las artes de la guerra y la diplomacia, él había desarrollado una pasión secreta por la curación. Sus padres, el Rey Osvaldo y la Reina Isabel, nunca lo supieron. O al menos, no le habían dado la importancia que él deseaba. Para ellos, León era solo el segundo hijo, destinado a seguir el camino de la nobleza sin muchas preocupaciones. Pero para León, ser un noble significaba vivir una vida vacía, una vida en la que no podría hacer lo que realmente amaba.
A medida que crecía, las expectativas sobre él comenzaron a pesar cada vez más. Sabía que su lugar en la corte era importante, pero no podía evitar sentirse atrapado. Las clases de esgrima y equitación le parecían una pérdida de tiempo; prefería pasar horas en su pequeña enfermería, experimentando con nuevas combinaciones de hierbas, tratando de encontrar la cura perfecta para las dolencias que aquejaban a los habitantes del palacio. León se había convertido en un experto en el uso de ungüentos y pociones, y su conocimiento rivalizaba con el de los médicos reales, aunque pocos lo sabían.
Pero el destino tenía otros planes. León había escuchado la conversación la noche anterior. El rey estaba enfermo, gravemente enfermo. Los consejeros reales susurraban sobre su débil estado, y el inevitable ascenso al trono de su hermano mayor, el príncipe Alejandro. Sin embargo, lo que más sorprendió a León fue cuando uno de los consejeros mencionó su nombre como posible sucesor, en caso de que Alejandro no pudiera asumir el trono por alguna razón.
El corazón de León latió con fuerza al escuchar aquello. La idea de convertirse en rey nunca le había atraído. Gobernar un reino, lidiar con políticas y guerras, no era su vocación. Él quería ser médico, un sanador que pudiera ayudar a su pueblo de una manera completamente diferente. Pero sabía que en la corte, sus deseos personales importaban poco. Para los consejeros, él no era más que una pieza en el tablero de ajedrez que era la política del reino.
Esa mañana, mientras preparaba un sencillo ungüento para una de las sirvientas que sufría de dolores en las articulaciones, León reflexionaba sobre su futuro. ¿Cómo podría convencer a su familia de que no quería ser rey? ¿Cómo explicarles que su verdadera pasión era la medicina? Sabía que, de ser revelada, su inclinación por la medicina podría ser vista como una debilidad, un desvío inapropiado de las expectativas reales. El conflicto interno que sentía se hacía más intenso cada día, a medida que la salud del rey se deterioraba y la presión sobre él aumentaba.
León recordó la primera vez que había curado a alguien en secreto. Había sido un guardia del palacio, un hombre robusto que había sufrido una herida profunda en la pierna durante un entrenamiento. Los médicos reales estaban ocupados atendiendo a un noble que había caído enfermo, y el guardia, temiendo por su vida, había acudido a León en busca de ayuda. Aunque asustado, León había limpiado la herida con manos temblorosas, aplicando un ungüento que había preparado esa misma mañana. Para su sorpresa, la herida había comenzado a sanar rápidamente, y el guardia, eternamente agradecido, le había jurado silencio. Desde ese día, León se había dedicado aún más a su vocación, pero siempre en la sombra, siempre en secreto.
El príncipe Alejandro, el heredero al trono, entró de repente en la pequeña sala, interrumpiendo sus pensamientos. Sus ojos azules brillaban con una mezcla de curiosidad y preocupación al ver a su hermano menor rodeado de frascos y libros de medicina.
—¿Qué haces aquí, León? —preguntó Alejandro, cruzando los brazos.
León levantó la vista, sorprendido de que su hermano estuviera allí.
—Estoy preparando un remedio para las articulaciones de la señora Agatha —respondió León, tratando de mantener la calma.
Alejandro lo observó en silencio durante un largo momento antes de hablar.
—Padre está muy enfermo —dijo finalmente—. Los médicos reales no saben cuánto tiempo le queda.
León asintió, su corazón pesado con la noticia que ya temía.
—Lo sé —murmuró—. Y sé lo que eso significa para ti... y para mí.
Alejandro frunció el ceño, sus ojos escudriñando los de León.
—No quieres ser rey, ¿verdad?
León respiró hondo. Era la primera vez que alguien lo decía en voz alta, y sintió un alivio inesperado al escuchar esas palabras.
—No, no quiero —admitió—. No estoy hecho para eso, Alejandro. Mi lugar está aquí, ayudando a las personas, curándolas. Quiero ser médico, no un rey.
Alejandro suspiró y dio un paso hacia adelante, colocando una mano firme pero reconfortante en el hombro de su hermano.
—Lo sé, León. Siempre lo he sabido. Pero las responsabilidades que tenemos no siempre nos permiten hacer lo que queremos. Aunque... quizás haya una manera.
León lo miró, con una chispa de esperanza en sus ojos.
—¿De qué hablas?
—Hay más de una forma de servir a un reino —dijo Alejandro, su voz llena de determinación—. Déjame ser rey. Tú puedes ser el sanador de nuestro pueblo, el médico que todos necesitarán. No tienes que llevar la corona para hacer una diferencia.
El corazón de León se llenó de gratitud. Quizás, solo quizás, podría encontrar una manera de seguir su verdadero sueño sin traicionar las expectativas de su familia.
Y así, en ese pequeño rincón del palacio, los dos hermanos hicieron un pacto que cambiaría el curso de sus vidas y, quizás, del reino entero.
ESTÁS LEYENDO
Destinos entrelazados
RomanceEn un reino donde las tradiciones y el deber son ley, Isolda y León se encuentran atrapados en un destino que no eligieron. Isolda, criada bajo la estricta mirada de su madre para ser la reina perfecta, enfrenta la soledad y la frialdad de un nuevo...