La Dama Isolda se encontraba en su habitación, sentada frente a su tocador, observando su propio reflejo con una expresión inescrutable. La luz de la tarde entraba suavemente por la ventana, iluminando su piel pálida y sus ojos claros, que miraban con intensidad el espejo como si buscara algo más allá de su propio reflejo. El castillo del marqués, su hogar desde que tenía memoria, estaba lleno de vida con los preparativos para su próximo viaje al reino vecino, donde conocería a su prometido, el Príncipe León.
Pero en ese momento, el bullicio de los sirvientes y las órdenes que resonaban en los pasillos se sentían distantes para Isolda. Su mente estaba absorta en pensamientos mucho más profundos, enredada en las expectativas que pesaban sobre ella desde que era una niña.
Había crecido con la certeza de que un día sería reina. Su padre, el marqués, se había encargado de recordarle constantemente la importancia de su linaje y su destino. Desde pequeña, había sido educada para cumplir con ese rol: clases de protocolo, danza, historia, y sobre todo, arte. El arte era lo único que realmente le apasionaba en medio de toda esa preparación. Podía perderse durante horas en sus pinturas, en los colores y las formas que la ayudaban a expresar lo que sentía, aquello que no podía poner en palabras. Porque, en realidad, Isolda no era la joven confiada y resulta que todos creían ver. Era tímida, reservada, y siempre había sentido una inseguridad profunda acerca de su capacidad para ser una buena reina.
Su madre solía decirle que la timidez era una debilidad que debía superar. "Una reina no puede dudar, Isolda", le decía con una voz tan suave como firme. "Debe estar segura de cada paso que da, de cada decisión que toma". Isolda había aprendido a esconder sus dudas bajo una máscara de serenidad. A lo largo de los años, había perfeccionado este arte, ocultando su nerviosismo tras una sonrisa tranquila y un comportamiento impecable.
Ahora, a tan solo días de conocer al príncipe, esa sensación de insuficiencia volvía a atormentarla. Aunque sabía que este matrimonio era su destino, no podía evitar preguntarse si estaba realmente preparada para lo que venía. ¿Podría realmente ser una buena reina? ¿Podría estar a la altura de las expectativas que todos tenían sobre ella? Y lo más importante, ¿podría cumplir con sus deberes sin perderse a sí misma en el proceso?
Isolda se levantó lentamente y caminó hacia la ventana, donde el cielo se teñía de tonos dorados y naranjas. Miró hacia el horizonte, tratando de calmar la tormenta interna que la sacudía. Sabía que no había vuelta atrás; el compromiso ya estaba sellado, y pronto su vida cambiaría para siempre.
Intentaba imaginar cómo sería el príncipe León, un joven del que apenas sabía más allá de lo que se murmuraba en los círculos de la corte. Se decía que era apuesto, un guerrero competente y un hombre de gran nobleza, pero también se hablaba de su naturaleza reservada y de su profundo interés por la medicina, algo inusual para un futuro rey. Aquello la intrigaba; la idea de que León pudiera tener sus propias pasiones, alejadas de las obligaciones reales, hacía que se sintiera un poco menos sola en sus inquietudes.
Sin embargo, el pensamiento de encontrarse frente a él, de presentarse como su futura esposa, hacía que su estómago se anudara de nervios. ¿Y si él la encontraba insuficiente? ¿Y si ella no podía ser la reina que él necesitaba, o peor aún, la reina que el reino necesitaba?
Los días previos al viaje pasaron en un borrón de preparativos, visitas de damas de la corte y lecciones finales sobre lo que se esperaba de ella como futura reina. Isolda trató de mantener su fachada intacta, pero en su corazón, el miedo y la incertidumbre crecían con cada día que pasaba.
Una noche, antes de acostarse, tomó un lienzo y sus pinceles. Sabía que pronto, como reina, no tendría tiempo para sus amadas pinturas, y decidió plasmar en ese lienzo lo que sentía en ese momento. Los colores se mezclaron con rapidez y sin mucha planificación, reflejando el caos de emociones que la dominaban. Pincelada tras pincelada, la imagen de una mujer emergió, atrapada entre sombras y luces, con un semblante sereno pero ojos que reflejaban duda y temor. Cuando terminó, Isolda se quedó mirando su obra, sintiendo una conexión profunda con aquella figura que había creado. Era un reflejo de sí misma, de sus miedos y su esperanza, de su deseo de ser fuerte y su temor de fallar.
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Destinos entrelazados
RomanceEn un reino donde las tradiciones y el deber son ley, Isolda y León se encuentran atrapados en un destino que no eligieron. Isolda, criada bajo la estricta mirada de su madre para ser la reina perfecta, enfrenta la soledad y la frialdad de un nuevo...