El tercer día en la corte fue el más complicado hasta entonces. Isolda no solo tenía que continuar cumpliendo con sus deberes, sino que también debía navegar por las sutiles intrigas que parecían surgir de todas partes. Sin embargo, esa mañana había una energía diferente en el aire, como si algo importante estuviera a punto de suceder.
Los rumores corrían por el palacio: el príncipe León se había ausentado durante la noche y nadie sabía a dónde había ido. Algunos decían que había viajado en secreto para reunirse con líderes de las regiones más alejadas del reino, mientras que otros especulaban que había sido visto cabalgando solo hacia los bosques cercanos.
Isolda no podía evitar sentir una inquietud creciente. Después de su conversación con la princesa Helena, no podía dejar de pensar en el príncipe y en las palabras de la joven. ¿Qué podría estar haciendo León en un lugar tan apartado, tan lejos de la seguridad del palacio?
Decidida a averiguar más, Isolda aprovechó su primera oportunidad para salir discretamente del castillo. Sabía que si alguien descubría su ausencia, podría meterse en problemas, pero la curiosidad y la preocupación superaron su temor. Se dirigió hacia los jardines exteriores, donde las murallas del palacio daban paso a los vastos bosques que rodeaban la ciudad.
El día estaba gris, y una bruma ligera envolvía los árboles, dándoles un aire misterioso. Isolda caminó con cautela por los senderos del bosque, siguiendo las huellas de un caballo que apenas se distinguían en el suelo húmedo. El silencio era casi total, roto solo por el ocasional canto de un pájaro lejano.
Después de lo que le pareció una eternidad, Isolda llegó a un claro donde el bosque se abría, revelando una pequeña cabaña de madera. Era una construcción rústica, evidentemente antigua, pero bien cuidada. Isolda se quedó quieta, intentando calmar los latidos de su corazón mientras observaba el lugar. Allí, atado a un poste, estaba el caballo del príncipe.
Con cautela, se acercó a la cabaña. La puerta estaba entreabierta, y desde dentro se escuchaban voces. Una de ellas era inconfundible: el príncipe León. La otra pertenecía a una mujer, y aunque Isolda no podía distinguir lo que decían, el tono de la conversación era tenso.
Isolda sintió una punzada de duda. Tal vez no debería estar allí. Tal vez esto era algo privado, un asunto que no le concernía. Pero justo cuando se dio la vuelta para marcharse, la puerta se abrió de golpe y León salió, su expresión oscura como una tormenta. Sus ojos, tan fríos como el acero, se encontraron con los de Isolda, y por un instante, ambos se quedaron inmóviles, atrapados en un cruce de miradas que no necesitaba palabras.
—¿Qué haces aquí? —demandó León con una voz baja, pero cargada de autoridad.
Isolda sintió que su corazón se encogía, pero mantuvo la compostura.
—Lo siento, Alteza. No pretendía espiar, solo... —vaciló, buscando las palabras adecuadas—. Estaba preocupada por usted.
León la miró con incredulidad durante unos segundos antes de que una sonrisa sarcástica curvara sus labios.
—Preocupada por mí, ¿eh? No es común que alguien en esta corte se preocupe por algo que no sea su propio beneficio —replicó él, con la voz cargada de ironía.
Antes de que Isolda pudiera responder, la mujer de la cabaña apareció en la puerta. Era alta y de porte elegante, con una belleza feroz y ojos oscuros que parecían poder ver a través de las mentiras. Llevaba un manto gris que se ajustaba a su figura, y había algo en su presencia que era inquietante, como si perteneciera a otro mundo.
—León, ¿quién es esta joven? —preguntó la mujer, su voz suave pero con un filo peligroso.
—Es solo una doncella —respondió León, sin quitarle la vista de encima a Isolda—. Una que ha decidido entrometerse donde no debe.
Isolda sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sabía que debía explicar su presencia, pero las palabras se le atascaban en la garganta. La mujer la observaba con una mezcla de curiosidad y desconfianza, y había algo en su mirada que sugería que no era alguien con quien convendría enemistarse.
—Perdón, Alteza. Yo... simplemente me perdí en el bosque —dijo Isolda finalmente, intentando sonar convincente.
La mujer inclinó la cabeza ligeramente, como si estuviera evaluando la veracidad de sus palabras. Después de unos segundos, sonrió, pero fue una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—León, creo que deberías escoltar a esta joven de vuelta al palacio. El bosque puede ser un lugar peligroso para una dama sola —sugirió la mujer, con un tono que no admitía discusión.
El príncipe la miró por un instante, luego asintió, aunque su expresión seguía siendo dura. Sin decir nada más, se acercó a Isolda y, con un gesto brusco, la tomó del brazo, guiándola de regreso por el sendero.
Isolda caminó a su lado en silencio, su mente trabajando a toda velocidad. Sabía que había visto algo importante, algo que no debería haber presenciado. Pero no podía dejar de preguntarse: ¿quién era esa mujer? ¿Y qué relación tenía con el príncipe?
Cuando llegaron a la entrada del palacio, León finalmente soltó su brazo, pero no se volvió para mirarla.
—No vuelvas a seguirme —dijo en un tono bajo, cargado de advertencia—. Lo que sucede fuera de estos muros no es asunto tuyo.
Isolda sintió que su orgullo ardía ante el tono autoritario del príncipe, pero sabía que discutir sería inútil.
—Lo entiendo, Alteza —respondió con una leve inclinación de cabeza.
Sin más palabras, León se alejó, dejándola sola en la entrada del palacio. Isolda lo observó irse, sintiendo una mezcla de frustración y determinación crecer dentro de ella. Podía haber sido solo una doncella en la corte, pero no estaba dispuesta a dejar que las sombras la mantuvieran en la oscuridad. Había más en ese reino de lo que se veía a simple vista, y ella estaba decidida a descubrir la verdad, por mucho que el príncipe intentara mantenerla alejada.
ESTÁS LEYENDO
Destinos entrelazados
RomanceEn un reino donde las tradiciones y el deber son ley, Isolda y León se encuentran atrapados en un destino que no eligieron. Isolda, criada bajo la estricta mirada de su madre para ser la reina perfecta, enfrenta la soledad y la frialdad de un nuevo...