Los días que precedieron al encuentro con la Dama Isolda se deslizaron como una neblina densa para León. Cada amanecer traía consigo una sensación de ahogo, un peso en el pecho que no desaparecía. El palacio, que antes había sido su refugio, se convirtió en una jaula de mármol y oro, un lugar donde sus sueños parecían estar enterrados bajo capas de obligaciones y expectativas.
Desde el momento en que aceptó el compromiso, su rutina cambió radicalmente. Las mañanas de León comenzaban antes del alba, cuando las primeras luces del día apenas rozaban los altos ventanales de su alcoba. A las 6 en punto, un sirviente entraba a su habitación, trayendo un delicado desayuno que apenas tocaba. León se vestía con rapidez, su mente ya inmersa en las tareas del día. Los trajes formales y las túnicas de seda, que solían ser adornos en la vida de un príncipe, se convirtieron en cadenas que lo ataban a una vida de protocolo y deber.
Sus días estaban marcados por un incesante desfile de compromisos. A media mañana, solía encontrarse con los consejeros del reino, quienes le enseñaban sobre las intrincadas alianzas y tratados que pronto serían parte de su carga. León escuchaba en silencio, absorbiendo información sobre diplomacia y estrategias, mientras su mente se aventuraba a sus días en la enfermería. El palacio se transformaba en un vasto escenario donde él era el protagonista involuntario, atrapado entre las expectativas del poder y el anhelo de libertad.
Las tardes eran un torbellino de actividades sociales y oficiales. En cada evento, desde banquetes hasta recepciones, León se enfrentaba a un desfile interminable de nobles y dignatarios, cada uno con sus propios intereses y agendas. Aunque trataba de mostrarse afable y accesible, cada sonrisa y saludo sentía como una máscara que ocultaba el verdadero León, el que añoraba los días en que podía perderse en un libro de medicina o en una conversación sincera con un paciente.
Cuando el sol comenzaba a descender, León buscaba refugio en los jardines del palacio. Caminaba entre las flores y los senderos, intentando hallar un rincón de paz en medio de la opulencia que lo rodeaba. A menudo, su mente se sumergía en recuerdos de sus primeros días como médico, cuando la satisfacción de ayudar a los demás era una fuente constante de alegría. Ahora, esos recuerdos eran un doloroso recordatorio de lo que había perdido.
Una tarde, mientras intentaba encontrar un momento de paz en los jardines del palacio, se cruzó con su hermana menor, Sofía. Ella, siempre perceptiva, notó de inmediato la tensión en el rostro de León. Sin decir palabra, se acercó a él y se sentaron juntos bajo un gran roble, donde solían jugar cuando eran niños.
—¿Cómo te sientes, León? —preguntó Sofía, rompiendo el silencio con suavidad.
León suspiró, sin apartar la vista de las hojas que caían lentamente al suelo.
—Me siento como un prisionero en mi propia vida —respondió con amargura—. Sé que esto es lo correcto para el reino, pero... no puedo dejar de pensar en todo lo que estoy perdiendo. La medicina... es lo único que me hace sentir vivo, Sofía. Y ahora, todo eso se está desvaneciendo.
Sofía lo observó con tristeza, comprendiendo el dolor de su hermano. Ella también sentía la presión de ser parte de la realeza, pero sus responsabilidades eran diferentes, menos opresivas en comparación con las de León.
—León, sé que esto es difícil. No puedo imaginar lo que estás pasando, pero también sé que eres fuerte. Tal vez... tal vez puedas encontrar una manera de combinar ambos mundos. Ser un buen rey no significa renunciar a quién eres. Quizás, con el tiempo, puedas encontrar la forma de seguir ayudando a los demás, incluso desde el trono.
León la miró, buscando en sus palabras un consuelo que le resultaba difícil de aceptar.
—Ojalá fuera tan simple, Sofía. Pero me temo que mis días como médico están contados. El trono exige todo de ti, no deja espacio para nada más.
Sofía tomó la mano de su hermano y la apretó con cariño.
—Tienes razón en que ser rey es una gran responsabilidad, pero también tienes el poder de cambiar las cosas, de decidir cómo gobernar. No te olvides de eso. Y tampoco estás solo en esto. Estaré a tu lado, siempre.
León esbozó una pequeña sonrisa, agradecido por el apoyo incondicional de su hermana. Sin embargo, la sombra del futuro seguía pesando sobre él, inmutable.
Los días pasaron, y la fecha del encuentro con la Dama Isolda se acercaba inexorablemente. El castillo entero estaba inmerso en los preparativos para recibir a la prometida del príncipe. La noticia del compromiso había corrido como pólvora entre la nobleza, y los rumores sobre la belleza y virtud de Isolda llenaban los pasillos. Algunos decían que era la joven más hermosa de todo el reino, mientras otros la describían como una dama de carácter firme y resolutivo, una combinación que la hacía perfecta para el papel de futura reina.
Pero para León, estas descripciones eran poco más que palabras vacías. No podía evitar imaginar a Isolda como otro símbolo de todo lo que le estaban arrebatando, una persona a la que debía amar y proteger por deber, no por elección. Se preguntaba si ella también estaba siendo forzada a aceptar un destino que no deseaba, si compartía su frustración o si, por el contrario, estaba ansiosa por convertirse en reina.
El día antes de su encuentro, León se retiró temprano a sus aposentos, incapaz de soportar la presión de las miradas y las expectativas que lo rodeaban. Se sentó frente a su escritorio, donde todavía descansaban los libros de medicina que no había podido abrir en días. Desesperado, tomó uno de ellos y lo abrió al azar, buscando en sus páginas alguna respuesta, alguna forma de escapar de su realidad.
Sus ojos se posaron en un pasaje sobre la importancia del equilibrio en la medicina, la necesidad de encontrar armonía entre el cuerpo y la mente para alcanzar la verdadera salud. León leyó las palabras varias veces, sintiendo una punzada en su corazón. ¿Dónde estaba su equilibrio ahora? Todo lo que lo había mantenido en armonía parecía haberse desmoronado.
Cerró el libro con un suspiro y apoyó la cabeza en sus manos. El futuro lo esperaba, implacable, y él debía enfrentarlo con el corazón dividido entre sus deberes como príncipe y sus pasiones como sanador.
Esa noche, León apenas pudo dormir. Sus sueños fueron fragmentados y confusos, llenos de imágenes de guerras, coronas, y bisturíes manchados de sangre. Y cuando el alba finalmente llegó, solo pudo pensar en lo inevitable: en unas horas, conocería a la mujer que representaba su sacrificio más grande.
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Destinos entrelazados
RomanceEn un reino donde las tradiciones y el deber son ley, Isolda y León se encuentran atrapados en un destino que no eligieron. Isolda, criada bajo la estricta mirada de su madre para ser la reina perfecta, enfrenta la soledad y la frialdad de un nuevo...