Capítulo 10: Reflexiones en la Soledad

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León se retiró de la sala de baile poco después de terminar la danza con Isolda. El aire en el salón, que antes había estado cargado de expectativas, se sentía ahora sofocante. Necesitaba espacio para pensar, para liberarse aunque fuera brevemente de la máscara que había llevado durante toda la velada. Mientras se dirigía hacia los jardines del castillo, sintió cómo la tensión comenzaba a liberarse de sus hombros.

El cielo estaba despejado, y la luz de la luna iluminaba los senderos de grava que serpenteaban entre los setos bien cuidados. Las estrellas, brillando en la distancia, parecían más cercanas y más reales que cualquier cosa que hubiera sentido en la sala de baile. León inhaló profundamente, dejando que el aire fresco de la noche llenara sus pulmones y despejara su mente.

Se detuvo junto a una fuente de mármol, donde el agua burbujeaba suavemente, creando un sonido que lo calmaba. Mientras observaba el reflejo de la luna en el agua, los pensamientos sobre Isolda comenzaron a invadir su mente nuevamente. Su perfección, su elegancia... era todo lo que se esperaba de una futura reina, y sin embargo, había algo en ella que lo desconcertaba.

León se había dado cuenta desde hacía tiempo de que Isolda no era solo una imagen perfecta para los demás; había una profundidad en sus ojos que él no podía descifrar completamente. Aunque había admirado su porte y su gracia en el baile, también había notado la tristeza que intentaba ocultar. Sabía que ambos estaban atrapados en un destino que no habían elegido, cumpliendo con deberes que les habían sido impuestos.

El príncipe se preguntó cómo sería la vida si ambos pudieran ser libres de esas expectativas, si pudieran conocerse como personas en lugar de como figuras públicas. Pero cada vez que lo hacía, un sentimiento de remordimiento lo atravesaba. Este compromiso, que había sellado su futuro como rey, también había destruido su sueño de ser médico, de ayudar a la gente de una manera que él consideraba significativa. Ese sueño, ahora inalcanzable, era un sacrificio que no podía olvidar, ni perdonar fácilmente.

Perdido en sus pensamientos, León no notó la presencia de alguien más hasta que escuchó el suave crujir de la grava detrás de él. Se giró para encontrar a Isolda, su vestido azul ondeando suavemente en la brisa nocturna. Sus ojos, más intensos bajo la luz de la luna, lo observaban con una mezcla de curiosidad y algo más, algo que León no podía identificar de inmediato.

—¿No disfrutas de la celebración, mi señor? —preguntó Isolda con un tono suave, aunque había una sombra de cansancio en su voz. León la miró detenidamente antes de responder, tratando de decidir cuánta verdad podía permitirse compartir.

—La celebración es... adecuada para lo que se esperaba —respondió finalmente, con una ligera sonrisa que no alcanzaba a sus ojos—. Pero necesitaba un momento para mí, lejos de todo.

Isolda asintió, como si comprendiera perfectamente.

—A veces, también necesito escapar —admitió, acercándose un poco más a la fuente—. Los deberes, las expectativas... pueden ser abrumadores.

León asintió, manteniendo una distancia emocional.

—Es difícil —reconoció, su tono más distante—. Ser siempre lo que otros esperan de nosotros, sin importar lo que realmente deseamos.

Isolda bajó la mirada hacia la fuente, observando el agua burbujear suavemente.

—Sí, lo es —respondió en un susurro—. A veces me pregunto si alguna vez podré ser verdaderamente feliz en esta vida.

Las palabras de Isolda resonaron en el corazón de León, pero en lugar de consolarlo, solo añadieron peso a su remordimiento. Ella no era la culpable de su sacrificio, pero simbolizaba el deber que había acabado con sus sueños. No podía evitar la amargura que sentía, una amargura que, por respeto a ella, mantuvo oculta.

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