Capítulo 7: Máscaras y Desesperanza

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León se encontraba solo en sus aposentos, observando la tenue luz del atardecer que se filtraba a través de los pesados cortinajes. La reciente reunión con su prometida, Lady Isolda, aún rondaba en su mente. Cerró los ojos y suspiró, preguntándose si había sido demasiado frío, pero enseguida desechó la idea. No podía permitirse ser otra cosa.

Desde que había asumido sus responsabilidades como príncipe, León había aprendido a ocultar sus emociones tras una máscara de indiferencia. El deber exigía sacrificio, y él lo sabía mejor que nadie. Pero había algo en aquella responsabilidad que le resultaba sofocante, especialmente ahora que debía compartirla con una desconocida.

Cuando Isolda entró en la sala, sus ojos, de un azul claro que casi parecía gris, se habían cruzado con los suyos. Había notado en ella una belleza delicada, pero había algo más, una rigidez en su postura, una precisión en sus movimientos que le resultaba inquietante. Cada palabra que Isolda había pronunciado durante su breve encuentro había estado cargada de cortesía, pero vacía de emoción. León había sentido como si hablara con alguien que estaba siguiendo un guión, una mujer moldeada para ser una reina, no para ser un ser humano con pensamientos y sentimientos propios.

Mientras recordaba esos momentos, una ligera punzada de incomodidad lo invadió. Había conocido a muchas damas en la corte, pero ninguna que pareciera tan distante, tan meticulosamente preparada para cumplir un rol. No era que Isolda careciera de belleza o de gracia; de hecho, era todo lo contrario. Pero detrás de esa perfección, León no lograba vislumbrar a la persona. Para él, Isolda parecía más un ideal construido por otros que una mujer con deseos y anhelos propios.

León comenzó a pasear por la habitación, inquieto. Sabía que debía casarse con ella; era lo que el reino necesitaba, lo que su padre y los consejeros esperaban. Pero la idea de compartir su vida con alguien a quien no podía entender, alguien que le parecía tan inaccesible, lo llenaba de un sentimiento de resignación amarga.

Durante toda su vida, León había anhelado encontrar a alguien que comprendiera su pasión por la medicina, que viera más allá de su título y sus responsabilidades. Alguien con quien pudiera compartir sus inquietudes, sus dudas, y sus sueños. Pero cuanto más pensaba en Isolda, más evidente se hacía que ella no sería esa persona. Ella estaba comprometida con su papel, tal como él lo estaba con el suyo, y eso parecía ser lo único que compartían.

León se detuvo frente a la ventana y miró hacia el jardín que se extendía bajo el palacio. Los últimos rayos del sol teñían el cielo de un naranja suave, y por un instante, deseó estar en cualquier otro lugar, viviendo cualquier otra vida. Pero sabía que ese era un pensamiento inútil. Él era el príncipe, y pronto sería el rey. Y aunque no lo hubiera deseado, estaba claro que su destino estaba atado al de Isolda.

A medida que la oscuridad caía sobre el palacio, León se permitió un último pensamiento antes de alejarse de la ventana: quizás, con el tiempo, lograría conocer a la verdadera Isolda, si es que existía una detrás de la reina perfecta que había conocido hoy. Pero hasta entonces, debía prepararse para una vida de deberes compartidos con una mujer que, en muchos sentidos, le parecía tan inaccesible como las estrellas en el cielo.

Isolda se encontraba en la gran sala del castillo, sentada junto a una ventana desde la que se divisaba el vasto paisaje del reino que pronto sería su hogar. El viento soplaba suavemente, moviendo las pesadas cortinas, pero en el interior de Isolda, el ambiente era frío y desolado. Las sombras de la noche comenzaban a dibujarse en las paredes, y la soledad que la envolvía se hacía más intensa con cada minuto que pasaba.

Mientras observaba el horizonte, los recuerdos de su infancia volvieron a su mente, como fantasmas de un pasado que no podía dejar atrás. Había crecido en la rígida disciplina de la corte de su padre, el marqués, donde su madre, una mujer severa y exigente, había sido la fuerza dominante en su vida. Desde muy pequeña, a Isolda se le había inculcado la importancia de la perfección, de ser irreprochable en todo lo que hacía.

"Una dama debe ser siempre impecable, tanto en su apariencia como en su comportamiento", solía repetir su madre, una frase que se había convertido en un mantra. "El destino de una mujer de nuestra posición es ser admirada, no por lo que es, sino por lo que representa. No te permitas mostrar debilidad, Isolda. Recuerda que una reina no tiene el lujo de ser humana".

Isolda había crecido bajo esa sombra, esforzándose cada día por cumplir con las expectativas de su madre. Sus días estaban llenos de lecciones sobre protocolo, modales, y cómo mantener siempre una expresión serena, sin importar lo que sintiera en su interior. Una tarde, cuando tenía apenas ocho años, Isolda había intentado contarle a su madre acerca de un sueño que tuvo, uno en el que corría libremente por los campos. Pero su madre, sin siquiera levantar la vista del bordado que sostenía, la interrumpió: "Los sueños no tienen lugar en la vida de una reina, Isolda. Concéntrate en la realidad que te espera."

Ese momento quedó grabado en la memoria de Isolda, una de las primeras veces en que comprendió que sus deseos y anhelos no tenían cabida en su vida. A medida que crecía, se dio cuenta de que, aunque era admirada por su elegancia y compostura, nadie la conocía realmente. No tenía amigas, pues su madre consideraba que el trato con las demás niñas del castillo era una distracción innecesaria. Su única compañía era su nana, Margot, una mujer amable y cariñosa, pero incluso ella no podía llenar el vacío que Isolda sentía al no tener con quién compartir sus verdaderos pensamientos y sentimientos.

Las estrellas titilaban en el cielo oscuro, pequeñas luces que rompían la monotonía de la noche, pero que parecían tan lejanas como sus propios deseos. Isolda pensó en los cuentos que Margot le contaba, en los que las estrellas eran almas de aquellos que habían encontrado la paz. "Algún día, cuando seas reina, verás el mundo desde otra perspectiva," le había dicho Margot en una de sus últimas conversaciones. Pero en ese momento, Isolda solo veía un futuro tan oscuro e impenetrable como el cielo nocturno.

Ahora, en este nuevo castillo, el sentimiento de soledad era aún más abrumador. Todo le resultaba extraño, desde los pasillos interminables hasta las caras desconocidas de los sirvientes que la miraban con respeto, pero también con una cierta distancia que la hacía sentir aún más aislada. Había llegado con la esperanza de encontrar algo de consuelo en su prometido, el príncipe León, pero hasta ahora, él se había mostrado frío y distante, como si su presencia le resultara una obligación más que un deseo.

Isolda había notado cómo el príncipe la observaba con una mirada que parecía examinarla, como si intentara desentrañar lo que había detrás de su fachada impecable. Pero al mismo tiempo, sentía que él no tenía ningún interés en conocerla realmente. Sus conversaciones eran formales, llenas de cortesía pero vacías de cualquier conexión emocional. Para León, ella era simplemente la pieza final de un juego político, una reina en formación destinada a cumplir un papel en el tablero del poder.

Aquella tarde, después de otro encuentro más con León, Isolda se había retirado a sus aposentos, sintiendo una tristeza que no podía compartir con nadie. Se sentó junto a la ventana, con la esperanza de encontrar algún consuelo en la belleza del paisaje, pero todo lo que sentía era un profundo vacío. A medida que la oscuridad se asentaba en el castillo, Isolda cerró los ojos y dejó que los recuerdos de su infancia la envolvieron. Recordó las tardes en que, siendo una niña, soñaba con poder salir de los muros del castillo de su padre, de poder correr libremente por los campos, de tener una vida que no estuviera atada a la constante presión de ser perfecta. Pero esos sueños siempre habían sido reprimidos, apagados por la realidad de su destino.

León, con su mirada escrutadora, parecía tan distante. ¿Podría haber una chispa de comprensión detrás de sus ojos? ¿O era, al igual que ella, una figura atrapada en un rol que nunca había elegido?

Ahora, aquí estaba, a punto de convertirse en la reina que su madre siempre había querido que fuera. Pero en lugar de sentirse realizada, Isolda solo sentía un profundo miedo. Miedo a no ser capaz de cumplir con las expectativas que pesaban sobre ella, miedo a pasar el resto de su vida en un lugar donde no conocía a nadie y donde ni siquiera su prometido parecía interesado en conocerla.

Isolda abrió los ojos y miró hacia el oscuro cielo nocturno. Sabía que no podía cambiar su destino, que debía ser la reina que todos esperaban. Pero en lo más profundo de su corazón, anhelaba algo más, algo que sabía que probablemente nunca llegaría: alguien que la viera por lo que realmente era, no por el rol que debía desempeñar.

Y con ese pensamiento, Isolda se levantó de su asiento, decidida a enfrentarse a lo que viniera, con la esperanza de que, tal vez, algún día, encontraría una manera de reconciliar la reina que debía ser con la persona que anhelaba ser.

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