Capítulo 1 ~ En la Mira.

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El avión se precipitaba en una caída vertiginosa, como un ave herida que se desploma desde el cielo. El rugido del motor, antes potente y dominante, se transformaba en un chillido agudo que rasgaba el aire, reverberando como un grito de dolor mecánico. Dentro de la cabina, los pasajeros, atrapados en el caos, eran una masa de gritos y súplicas, un desesperado coro que se elevaba en vano hacia el cielo, buscando un milagro que parecía no llegar. El miedo era casi palpable, impregnando el aire como un perfume amargo, mientras la impotencia se cernía sobre nosotros, una sombra que oscurecía cualquier atisbo de esperanza.

La cabina, sacudida por violentas turbulencias, era un torbellino de objetos voladores, donde las personas se aferraban a sus asientos con una mezcla de desesperación y pánico. El piloto, su voz cargada de angustia, gritaba órdenes por el altavoz, tratando de imponer un orden en medio del caos. Pero el avión, como una criatura en sus últimos estertores, temblaba y se estremecía, cada sacudida parecía un presagio de lo inevitable.

En medio de aquel caos, una pregunta asaltaba la mente de todos: ¿Era este el fin? La muerte, esa sombra que siempre acecha pero nunca se ve, parecía estar a un suspiro de distancia. La incertidumbre era un peso insoportable, y el miedo se apoderaba de cada alma a bordo. Cada segundo que pasaba era un paso más hacia lo desconocido, hacia un destino que ninguno deseaba enfrentar, pues seguía cayendo, acercándose al suelo con una velocidad implacable. La sensación de fatalidad se intensificaba con cada metro que los separaba de la tierra, una tierra que ahora parecía más una tumba que un refugio.

El avión, ya en un descenso incontrolable, se precipitaba hacia el océano como un meteoro. El azul profundo del mar, que en otro momento habría sido un espectáculo de serenidad, ahora se alzaba amenazante, un vasto abismo que parecía tragarse todo a su paso. El agua, a medida que se acercaba, se convirtió en un espejo turbio de fatalidad, reflejando la caída final del ave de metal.

El fuselaje vibraba con una violencia que parecía imposible de soportar. Los gritos en la cabina alcanzaron un nuevo clímax de terror, como si cada alma a bordo sintiera el inminente choque. El piloto, con los ojos fijos en los instrumentos, luchaba con los controles, pero la máquina, rota y herida, tenía su propio destino. La nariz del avión se inclinó hacia abajo, y el océano se precipitó hacia ellos.

En el último segundo, antes del impacto, hubo un silencio casi surreal, un momento suspendido en el tiempo donde el mundo pareció detenerse. Entonces, el choque. El avión se estrelló contra la superficie del mar con un estruendo ensordecedor, como si los cielos mismos se hubieran partido en dos. La parte delantera del avión fue engullida por el agua, que se elevó en una gigantesca explosión de espuma blanca, arrojando restos y escombros al aire.

El océano, implacable, comenzó a devorar el avión. El impacto había destrozado el fuselaje, y el agua, fría y oscura, se precipitó al interior de la cabina, arrastrando consigo todo lo que encontraba a su paso. Los pasajeros que aún estaban conscientes luchaban desesperadamente por respirar, por encontrar una salida en medio del caos, mientras el avión se hundía más y más en las profundidades.

El rugido del mar se mezcló con los últimos ecos de los gritos, hasta que todo se apagó. El avión, una vez un símbolo de libertad y viaje, ahora era solo un naufragio más en el vasto e implacable océano, perdido en las profundidades donde el cielo y la tierra se encuentran.

El océano parecía extenderse hasta el infinito, un manto azul profundo que lo consumía todo, y en su inmensidad, me encontré flotando entre los restos del avión que minutos antes había sido mi refugio en el cielo. Ahora, ese mismo cielo se alzaba indiferente sobre mí, mientras las frías aguas del mar me abrazaban, llenándome de una soledad abrumadora.

El golpe había sido brutal, y aunque mi cuerpo temblaba, no era solo por el frío. Sentía el miedo latiendo en mis venas, pulsando en mi pecho, cada vez más fuerte con cada segundo que pasaba. Alrededor de mí, el caos era palpable: gritos ahogados, rostros pálidos y aterrados que emergían entre las olas, personas que se aferraban a los restos flotantes como si fueran la última conexión con la vida. Pero más allá de todo ese pandemonio, vi algo que me dio un rayo de esperanza: una pequeña isla, un punto de tierra firme en medio del vasto océano.

Amaru ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora