Capítulo 5 ~ Lazos de flores.

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Los ojos son el reflejo del alma, dicen, y esa noche, mis ojos eran el espejo en el que se reflejaba un mundo nuevo, tan extraño como fascinante.

Amaru, tras asegurarse de que estaba en buenas manos, se retiró de la cabaña con una ligera inclinación de cabeza, dejándome sola con las mujeres de la tribu. Ellas, sin perder tiempo, comenzaron a prepararme con la misma dedicación y precisión que habían demostrado desde el principio.

Una de las mujeres, mientras ajustaba la túnica ceremonial a mi cuerpo, me miró con curiosidad y una sonrisa amable.

—Nunca había visto unos ojos así, —comentó en un tono suave, mientras sus dedos hábiles trabajaban en los pliegues de la tela.

Le devolví la mirada, consciente de la diferencia en mis ojos, una que siempre había provocado comentarios y miradas curiosas. Aun así, me sentí cómoda bajo su atención, sabiendo que no había juicio en su tono, solo fascinación.

—No son comunes, —respondí con una pequeña sonrisa—. Tengo heterocromía y síndrome de Alejandría.

La mujer dejó de ajustar la túnica por un momento, sus ojos se abrieron un poco más, como si intentara comprender lo que le acababa de decir. Las demás mujeres también parecieron interesarse, intercambiando miradas y susurros entre ellas, como si el término fuera desconocido pero intrigante.

—¿Qué significa eso? —preguntó la misma mujer, mientras volvía a concentrarse en su tarea, sus dedos acariciando la tela con cuidado.

—La heterocromía significa que tengo cada ojo de un color diferente, —expliqué, señalando uno de mis ojos azul y el otro de un tono violeta—. Y el síndrome de Alejandría es una condición genética rara que hace que mis ojos sean tan claros y resistentes a la luz.

La mujer asintió lentamente, como si intentara asimilar lo que le había dicho. Había algo en sus gestos que mostraba un respeto renovado, como si mi explicación hubiera añadido un nuevo matiz a cómo me veía.

—Son hermosos, —dijo otra mujer desde el otro lado de la cabaña, donde estaba preparando los adornos para mi cabello—. Como si llevaras el cielo y la tierra en la mirada.

Me sentí halagada por sus palabras, pero también un poco expuesta. No era común para mí ser el centro de tanta atención, pero aquí, en medio de estas mujeres desconocidas, sus comentarios me parecían más bien una bienvenida, un intento de conectarse conmigo a través de algo que, para ellas, era una novedad.

Mientras continuaban vistiéndome, ajustando cada pliegue de la túnica y trenzando mi cabello con flores y cintas, comencé a sentirme parte de su mundo, como si con cada movimiento de sus manos, me estuvieran integrando más en su comunidad, en su historia y en sus creencias.

En mi ciudad, mis ojos siempre habían sido motivo de burlas, una peculiaridad que me hacía destacar de una manera que no deseaba. Los comentarios crueles y las miradas extrañas eran algo a lo que me había acostumbrado, pero que nunca dejaban de doler. Era como si mi rareza me apartara del resto, como si mi diferencia fuera algo de lo que debía avergonzarme.

Sin embargo, aquí, en esta cabaña perdida en medio de la selva, mis ojos no eran un motivo de burla, sino de admiración. Estas mujeres, con sus manos suaves y sus palabras amables, no veían en mí una anomalía, sino algo digno de elogio, algo que las llenaba de curiosidad y respeto.

—Y tu cabello, —comentó la mujer que estaba trenzando mis mechones, con una sonrisa cálida—, es de un rojo fascinante.

Sentí un ligero tirón mientras sus dedos se deslizaban por mis cabellos, trenzándolos con delicadeza y habilidad. No era la primera vez que alguien mencionaba el color de mi pelo, pero nunca lo habían hecho con tal aprecio. En mi ciudad, era simplemente otra característica que me hacía diferente, algo que me separaba del resto.

Amaru ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora