Selena sintió que el miedo se apoderaba de ella, a pesar de que Astrid le había prometido protección. La realidad era abrumadora; solo la veía durante el juego, y el resto del tiempo se sentía expuesta y vulnerable. Aunque debería haber regresado con las otras chicas a las habitaciones del casino, la habían separado del grupo y su corazón latía descontroladamente. Dos hombres la sujetaban con fuerza, uno agarrándola del brazo derecho y el otro del izquierdo, separándola aún más de las demás.
—No, por favor, suéltenme —suplicó, retorciéndose en un intento vano de liberarse—. ¿A dónde me llevan? ¡Déjenme!
Mientras la arrastraban, una oleada de pensamientos aterradores la asaltó. Imaginaba la angustia que podrían sentir sus padres al no saber de ella. Los hombres, conscientes de su inquietud, la mantenían firmemente sujeta para evitar cualquier intento de fuga.
La llevaron a un lugar que le resultaba familiar, el mismo donde la habían recluido la primera vez. Sin piedad, la empujaron hacia una habitación. La puerta se cerró de un golpe tras ella, y el sonido metálico del cerrojo resonó en su mente. Sin pensar, se precipitó hacia la puerta, golpeándola con desesperación.
—¡Por favor! ¡Déjenme salir! —gritó, su voz temblando con el miedo y la soledad en la envolvente oscuridad.
De repente, la luz se encendió, iluminando la habitación y sobresaltándola. Al instante, se dio cuenta de que el lugar era bonito, lo que solo la confundió aún más. Se preguntaba quién había activado esa luz inesperada.
—¿Astrid? —preguntó con una voz temblorosa, su mente aferrándose a la esperanza de que Astrid estuviera allí.
Selena se sentó en la cama, el corazón acelerado y el cuerpo tembloroso. Apretaba las sábanas con tanta fuerza que sus nudillos se volvían blancos, incapaz de prever qué podría ocurrir en aquella habitación. No confiaba en Astrid lo suficiente como para sentir que estaba a salvo; el miedo se apoderaba de ella.
A pesar del agotamiento que la envolvía, no se atrevía a recostarse. Temía que un sueño reparador la hiciera vulnerable, que la dejara desprotegida en un lugar tan incierto. Pero el cansancio, como un enemigo insidioso, la venció. Finalmente, se dejó caer sobre la cama, con los ojos bien abiertos, sin apartar la mirada de la puerta.
Pensaba en sus padres, en la angustia que debían estar sintiendo por su ausencia. Lo que no sabía era que ya no estaban en este mundo, que en realidad estaba completamente sola, sin entender que su padre había sido el único responsable de todo su sufrimiento.
Las manos de Selena se aferraban a la sábana con desesperación, mientras una creciente angustia la invadía. Era consciente de que su única protección residía en una victoria para Astrid, de lo contrario, quedaría expuesta a peligros inimaginables. El cansancio la envolvía, y sus párpados comenzaban a ceder, cuando de repente, la voz de Astrid resonó por el pasillo.
—¡Son unos idiotas! —gritó Astrid, haciendo que Selena se enderezara de inmediato.
Selena deseaba con todas sus fuerzas hablar con Astrid, preguntarle sobre su situación y los pasos a seguir, pero la ira contenida en la voz de Astrid la detuvo en seco. Su instinto le susurró que no era el momento propicio, que debía esperar a que la tempestad de Astrid se apaciguara antes de arriesgarse a entablar una conversación.
Con un suspiro de resignación, se deslizó al suelo, exhausta, y finalmente cerró los ojos, buscando un breve respiro. La llegada de Astrid le otorgó un leve sentido de seguridad, pero su descanso fue interrumpido de golpe por el estruendo de dos disparos. Despertó sobresaltada, con el corazón en un puño, y se puso de pie temblando. Con precaución, se acercó a la puerta, ansiosa por escuchar, pero solo encontró un ensordecedor silencio.