Astrid se encontraba en la sala de su casa, su rostro aún enrojecido por la ira que la consumía. Sus ojos brillaban con una furia contenida, pero que amenazaba con estallar en cualquier momento, como una tormenta a punto de explotar. Cada respiración era agitada, su pecho subiendo y bajando con ritmo acelerado, mientras su cuerpo temblaba de rabia, tensando cada músculo.
De repente, el silencio se rompió cuando Astrid descargó su puño sobre la mesa con una fuerza brutal, haciendo que los objetos sobre ella temblaran y se estremecieran. El sonido del impacto resonó en la habitación, seguido del estruendo del jarrón de cristal que se desplomó al suelo, estallando en mil pedazos que se esparcieron por todo el espacio.
—¡¿Cómo se atreve?! —gritó Astrid, su voz como un trueno que retumbó en la habitación, haciendo vibrar las paredes y los objetos.
El eco de su furia se extendió por todo el espacio, y sus sirvientas y guardias se retiraron instintivamente, como si temieran ser consumidos por la tormenta que se desataba en ella.
Su mirada ardiente y su postura tensa advertían a todos de mantenerse alejados. Los sirvientes y guardias conocían bien ese gesto, sabían que cuando Astrid estaba así, era mejor dejarla sola, dejar que la tempestad pasara, antes de que alguien resultara herido.
Solo Selena se quedó allí, inmune a la intimidación que emanaba de Astrid. Con paso cuidadoso, se acercó a ella, su presencia una tentativa de calmar la tormenta que rugía dentro de Astrid.
—Astrid, por favor, cálmate —dijo Selena, su voz suave y tranquilizadora.
Astrid se giró hacia Selena, su mirada furiosa y ardiente, como un fuego que amenazaba con consumirla.
—¿Calmarme? —repitió Astrid, su voz cargada de ironía y desdén, cada palabra una gota de veneno—. ¿Tú crees que puedo calmarme cuando ese despreciable tiene a René en su poder y se atreve a jugar conmigo?
La indignación y la rabia se entrelazaban en su voz, convirtiendo cada sílaba en una acusación.
Selena extendió su mano hacia Astrid, buscando ofrecer consuelo y calma, pero Astrid se retiró bruscamente, su gesto una defensa instintiva contra la emoción que amenazaba con sobrepoderla.
—No puedes hacer nada ahora, Astrid —dijo Selena, su voz suave y razonable, un contrapunto a la furia que consumía a Astrid—. Necesitas pensar con claridad, así no vas a lograr nada.
Astrid comenzó a caminar por la sala con pasos largos y furiosos, su ira creciendo con cada zancada. Selena la siguió, su presencia una sombra tranquila que intentaba contener la tormenta que se desataba en Astrid.
—Voy a encontrar a ese infeliz —dijo Astrid, su voz llena de determinación y veneno, cada palabra una promesa de venganza—. Y lo haré pagar.
La habitación se sumió en un silencio tenso, roto solo por la respiración agitada de Astrid y el sonido de los objetos quebrados que yacían en el suelo como testigos mudos de la furia que había estallado. Selena se quedó inmóvil, sin saber qué hacer para calmar a Astrid, cuya ira parecía haber alcanzado un punto de no retorno.
Los hombres de Astrid y sus sirvientas se mantenían a distancia, temerosos de intervenir, sus ojos fijos en la escena con una mezcla de miedo y respeto. Nadie se atrevía a hablar, como si temieran desencadenar una reacción aún más violenta.
Selena se sentía impotente, su capacidad para calmar a Astrid agotada. ¿Qué podría hacer ella para detener la tormenta que se había desatado en la mente de Astrid?
Astrid se mantuvo en pie, su cuerpo temblando de ira, su rostro enrojecido por la rabia. Pero en un instante, algo dentro de ella se quebró, como si la furia hubiera sido solo una barrera para contener el dolor que ahora emergía. La ira se desvaneció, reemplazada por una tristeza abrumadora que la invadió como una ola.