t r e c e

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Hoy era uno de esos días: lluvioso, gris y tristemente melancólico. El tipo de día en el que las gotas de lluvia golpean con suavidad contra la ventana, formando ríos que se deslizan lentamente por el cristal.

El cielo gris se extendía como una manta sobre el mundo, silencioso y pesado.

Cuando llueve así, lo único que uno quiere es refugiarse en la habitación, acurrucarse bajo las mantas, sintiendo el suave calor envolverte mientras sostienes entre las manos una taza de algo caliente.

Pero cuando intentaba relajarme y cerrar los ojos, su imagen volvía a mí como un golpe doloroso. Veía a mi padre, postrado en esa cama, tan diferente a la última vez que lo había visto. Un nudo de culpa se formaba en mi pecho, oprimiéndome hasta casi no poder respirar. ¿Por qué no hice algo antes? ¿Por qué dejé que me mantuvieran alejada tanto tiempo? Me sentía responsable por haber sido tan ingenua, por no haber interferido cuando tuve la oportunidad. Cada vez que intentaba apartar esos pensamientos, volvían con más fuerza.

Tres días antes, había descubierto la verdadera condición de mi padre. Recuerdo que intentaron tranquilizarme. Me sujetaron con fuerza mientras gritaba y lanzaba todo lo que encontraba a mi alrededor, un torbellino de rabia y desesperación que apenas podía controlar. Sentí el pinchazo en mi brazo, una inyección para calmarme, y luego la neblina se apoderó de mí. Me llevaron a una habitación y me encerraron allí, dejándome sola.
Tuvieron que pasar tres días. Me sentía aturdida, como si estuviera debajo del agua. Las inyecciones me mantenían tranquila cuando me despertaba y me daba un ataque de ansiedad. Era lo que tenían para ayudarme.

Estaba sentada frente a la ventana en la cocina, con la mirada perdida en las gotas de lluvia. Observaba cómo cada gota formaba pequeños riachuelos que se alargaban y serpenteaban, uniéndose con otras en su trayecto hacia el borde. La lluvia caía suave, nada brusco.
De repente, sentí una mano en mi hombro. Fue un toque ligero, casi dudoso.

-Lilet.

Reconocí su voz de inmediato. Era el Dr. Max. Él se sentaba a mi lado, tenía su rostro serio. Parecía buscar las palabras adecuadas, esas que pudieran aliviar el dolor que sabía que sentía.
Mis ojos, sin embargo, seguían en la ventana. Las gotas seguían su curso lento por el cristal, y yo me aferraba a esa visión.

El Dr. Max suspiró, pasando una mano por su rostro, y luego me miró fijamente, esperando a que yo rompiera el silencio. Pero no lo hice. No podía.

-Lilet, lo qué pasa con tu padre...

-¿Por qué no me lo dijeron?

-Nos lo pidió tu padre.-Desvió la mirada hacia la ventana, como si también buscara refugio en la lluvia que caía suavemente.-Si no te lo decíamos, era para protegerte.

Solté una amarga risa, sin apartar mis ojos del cristal.-¿Entonces me lo iban a esconder hasta que mi padre muera?

El Dr. Max se inclinó hacia adelante, sus ojos clavándose en mí con intensidad.-Tu padre no va a morir.

Me levanté de golpe, incapaz de seguir escuchando lo que fueran a decirme. Sus palabras me sonaban vacías, excusas baratas. Ellos me lo habían ocultado todo, y no importaba si mi padre lo había pedido. Él era lo único que me quedaba, y merecía saber la verdad desde el principio.

-Lilet...-El Dr.Max se levantó y me miró.-Te prometo que no habrán más mentiras.

-¿Ahora? Ya es demasiado tarde.

***

El quiosco. Ese lugar donde podía tener un poco de privacidad. Había canastos con frutas, y pequeños recipientes con semillas que decoraban la mesa. El mismo trapo rojo de siempre cubría la superficie de la mesa, desgastado por el tiempo.

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⏰ Última actualización: Sep 25 ⏰

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