27. Da, da ya khochu

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Amaranta Stracci...

Ya estamos a principios de diciembre, casi dos meses han pasado desde que llegamos a Rusia, y aunque al principio todo fue un poco abrumador, he logrado adaptarme lo mejor que pude. Mis días transcurren entre la universidad, las clases de idioma y los entrenamientos, y aunque aún no hablo ruso con fluidez, ya puedo defenderme con lo básico. Curiosamente, he avanzado bastante en italiano. No sé por qué, pero ese idioma me resulta más fácil de entender. Quizás sea porque muy dentro de mí, reconozco la natividad del idioma y por ello me sale la fluidez. A la vez me recuerda a algo, a alguien... pero no quiero profundizar mucho en esos pensamientos. Prefiero enfocarme en lo que tengo delante.

Mis entrenamientos de kickboxing han sido intensos, mucho más de lo que imaginé. Los entrenadores aquí no son cualquier cosa; cada sesión es un desafío tanto físico como mental. Al principio, pensé que no aguantaría el ritmo, pero poco a poco me fui acostumbrando. Mis músculos dolían, mi cuerpo gritaba por descanso, pero nunca me rendí. Al contrario, era como si cada golpe que daba, cada gota de sudor que caía, me ayudara a liberar el dolor y la rabia que llevo dentro desde hace tanto tiempo.

Aunque, tengo que admitir que me pasé de la raya. Hace unos días, entrené seis horas seguidas sin detenerme. Quería sentir que controlaba mi cuerpo, que dominaba algo en mi vida, aunque solo fueran mis puños conectando con el saco. Pero olvidé un detalle esencial: no me alimenté bien, y eso me pasó factura. Me desmayé justo al final del entrenamiento. Cuando desperté, estaba en una cama de hospital, con los monitores pitando suavemente a mi alrededor. Bastian estaba a mi lado, preocupado, aunque intentaba disimularlo con su típica mirada de dureza.

Fue ahí cuando conocí el hospital de la familia Volkov, un lugar imponente, casi tan intimidante como los propios Volkov. Me dijeron que todo estaba bien, que solo había sido un desmayo por agotamiento y falta de nutrientes, pero me sentí un poco avergonzada. No quería parecer débil, y mucho menos en este lugar donde la fortaleza lo es todo. Me prometí a mí misma no volver a cometer el mismo error. No puedo darme el lujo de perder el control, no ahora.

Cuando llegamos a casa, Bastian no perdió ni un segundo antes de empezar con su sermón. Sabía que lo tenía merecido, pero aun así, no estaba preparada para la intensidad con la que me miraba. Apenas cerró la puerta de nuestra habitación, se giró hacia mí, cruzando los brazos con una expresión severa que me hizo retroceder un paso.

-¿En qué demonios estabas pensando? -su voz era firme, pero no alzó el tono. Lo cual, en cierto modo, lo hacía aún más intimidante- Seis horas sin comer ni parar. Amaranta, ¿Quieres acabar en una tumba? Porque a este ritmo, eso es lo que va a pasar-

Suspiré, sintiendo la culpa pesándome en los hombros. No podía mirarlo a los ojos, así que enfoqué mi atención en el suelo.

-No fue mi intención, simplemente... -intenté excusarme, pero Bastian no me dejó terminar-

-No hay excusas -interrumpió, dando un paso más hacia mí- Sé que quieres ser fuerte, que estás tratando de lidiar con todo a tu manera, pero esto no es el camino. No quiero que te destruyas-

Por fin levanté la mirada, encontrando la suya cargada de preocupación. Era raro verlo así, porque Bastian siempre intentaba ocultar lo que sentía, pero en ese momento su fachada de frialdad se había caído. No podía seguir evitando la conversación, ni mis propios errores.

-Lo siento -susurré- Solo... a veces siento que es lo único que puedo controlar-

Sus ojos se suavizaron un poco, aunque su expresión seguía siendo seria. Dio un paso más hacia mí y me tomó de la barbilla, levantando mi rostro para que no pudiera apartar la mirada.

Me encontréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora