La Decisión Fatal

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Clara no podía recordar la última vez que había sentido algo de control sobre su vida. Todo a su alrededor parecía desmoronarse lentamente, como si cada paso que daba la empujara hacia un abismo que no lograba comprender ni detener. Su matrimonio estaba completamente deteriorado. Las noches junto a su esposo eran un reflejo vacío de lo que alguna vez habían sido, si es que alguna vez fueron algo significativo.

Emily. Era Emily quien ocupaba sus pensamientos, quien dominaba sus sueños y perturbaba su descanso. Clara se encontraba atrapada en una niebla de deseo que, a pesar de los estragos que había causado, seguía embriagándola. Había intentado reprimirlo, había intentado enterrar todo lo que sentía bajo una máscara de normalidad, pero la verdad era ineludible: ya no podía regresar a su antigua vida. Y quizás, en el fondo, ni siquiera lo quería.

Cada vez que estaba cerca de ella, el mundo parecía detenerse. Cada encuentro reciente había estado marcado por la incomodidad, la culpa, y una creciente tensión que amenazaba con destruir lo que quedaba de su amistad. La revelación de que Clara había leído el diario había fracturado esa confianza íntima que alguna vez compartieron. Y el beso... el beso lo había destrozado todo.

No obstante, Clara no podía rendirse. Se negaba a aceptar que todo estaba perdido. Había algo en ella que la impulsaba a seguir adelante, un anhelo de redención, de reconectar con ese intenso placer con nombre, de una manera que restaurara lo que una vez tuvieron. Pero, más allá de eso, Clara también deseaba más. Quería algo que nunca se había atrevido a admitir: quería a Emily de una forma que ya no podía negar. Y en su mente, solo había una forma de recuperar lo que había perdido, una forma de salir de este agujero de confusión y deseo en el que se encontraba atrapada.

Decidió que debían irse. Una escapada, algo que las sacara de la monotonía, de los problemas, de las heridas abiertas. En un nuevo lugar, en un entorno diferente, quizás podrían encontrar una forma de volver a conectar. Y, por un momento, Clara creyó que sería posible. Que, lejos del caos de su vida actual, podrían comenzar de nuevo.

Las luces del atardecer se filtraban a través de las ventanas de la pequeña cabaña en la que Clara había planeado su escapada. Era un lugar aislado, rodeado de montañas y con el lago brillando a la distancia. El paisaje era, en apariencia, idílico. El tipo de lugar donde una podría perderse y olvidarse de todo lo demás. Clara lo había elegido con esmero, convencida de que este era el escenario perfecto para un nuevo comienzo.

Emily, sin embargo, no compartía la misma emoción. Desde el momento en que Clara le sugirió el viaje, algo dentro de ella no se sentía bien. Había una incomodidad latente, una sospecha que no podía ignorar. Aceptó, no porque realmente quisiera estar allí, sino porque aún no había resuelto cómo manejar todo lo que sentía hacia Clara. Algo en su interior quería confrontar ese caos, enfrentar la situación de una vez por todas, incluso si no sabía cómo.

El silencio entre ellas durante el trayecto en coche fue espeso, casi asfixiante. Las conversaciones eran forzadas, triviales, llenas de pausas incómodas y miradas que decían mucho más de lo que las palabras podrían expresar. Clara intentaba llenar el vacío con sonrisas y comentarios superficiales sobre lo hermosa que era la naturaleza, pero Emily no dejaba de sentir que algo estaba terriblemente mal.

Esa primera noche en la cabaña transcurrió en relativa calma. Cenar juntas bajo las estrellas no tenía la misma magia que Clara había imaginado, pero al menos era una tregua. Hablaron de cosas intrascendentes, evitando cuidadosamente cualquier tema que las acercara demasiado a los últimos eventos que habían fracturado su relación. Pero cuando se retiraron a sus habitaciones separadas, la soledad y los pensamientos invasivos volvieron a tomar el control.

Clara se sentía ansiosa, frustrada. ¿Por qué no podía funcionar? ¿Por qué no podían simplemente dejar todo atrás y empezar de nuevo? Miró a través de la ventana, el reflejo de la luna iluminando el lago a lo lejos, y en ese momento comprendió algo doloroso: no podía escapar de lo que había hecho. Ni del diario, ni del beso, ni de los sentimientos que ahora eran como una segunda piel.

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