Hace tiempo escondí mis pertenencias de valor en un hueco ubicado debajo de unas tablas sueltas en el que era mi cuarto. No eran muchas cosas; se trataba de mis ahorros, un álbum fotográfico y el camafeo de oro de mi madre. Al abrirse se veía una fotografía de mis abuelitos con ella de niña sentada en las piernas de su mamá. Era curioso, cuando observaba la foto del camafeo me resultaba que veía una especie de maniquíes sin vida posando. Era algo fúnebre y deprimente, sabía que estaban muertos y no me protegerían de nada ni nadie, aun así, amaba verlos.
El álbum existía porque a mi madre le gustaba fotografiar sus cosas favoritas con su vieja cámara, y una de esas era yo, había muchas fotografías de cuando era bebé. También de sus flores favoritas, lugares que visitó, sus amigas, el gato que teníamos y desapareció cuando ella murió. A veces, cuando estaba triste, recurría al hueco debajo de las tablas flojas donde escondía lo de valor y miraba las fotografías, anhelando el pasado. No solía hacerlo de día, sino en la madrugada, cuando el sueño se me iba y nadie me podía ver. No obstante, pasó lo inevitable, Diana encontró mis tesoros. Después de enterrar el pájaro que dejó debajo de mi cama, a modo de consuelo, recurrí a ver a mis familiares a través del camafeo. Ella abrió la puerta de mi habitación de golpe, no me dio tiempo de esconder mi tesoro, se apresuró y tomó el camafeo a pesar de que le supliqué que no lo hiciera. Me retó con la mirada. Sabía lo que significaba esa mirada de advertencia. Si me acercaba a ella, me atacaría con manotazos y jalones de cabello. Lo abrió y contempló con determinación las fotografías ovaladas de su interior. Torció la mueca de un momento a otro.
—¿Sabes que las personas que heredaron los ojos azules fueron porque sus antepasados cometieron incesto? —preguntó burlona—. Tal vez tus abuelos eran hermanos o primos —continuó hablando al ver que no respondía—. ¿Tu madre murió de cáncer, cierto? Tal vez sus genes venían defectuosos... por eso del incesto.
—¡Cállate!, no hables por hablar—la callé enojado.
—Tranquilo, pasaba a ver si ordenaste y le diste entierro digno a mi amigo... ¿Dónde lo enterraste? —cuestionó con una sonrisa socarrona.
—¿De dónde los sacas? Los animales muertos, no es la primera vez que me dejas uno —pregunté abatido.
—Del jardín, les doy comida y toman agua de la fuente, pero no viven mucho... —Se encogió de hombros.
Siguió observando el camafeo.
—¿Y por qué los dejas en mi cuarto?
—¿No es obvio?
—Claro, para molestarme... Ya no lo hagas —pedí fastidiado.
—Para que los comas, mira qué flaco estás... pareces un gato enfermo y abandonado.
—No lo hagas más, no como carne y menos comeré la de un animal muerto —conté, despreocupado un detalle que para mí era insignificante.
—Oh, eso está muy mal, por eso luces tan desnutrido, pálido y ojeroso. —Colgó el camafeo en su cuello—. Hagamos algo, por tu bien, no te lo regresaré hasta que comas carne.
—No. —Fruncí el ceño—. Es mío y no tienes por qué condicionármelo.
—Es por tu bien, Samuel. Necesitas los nutrientes de la carne. —Sonrió de manera diabólica y las pecas de su mejilla se juntaron con las de la nariz—. Además, si estás débil y enfermo por no alimentarte bien, no harás bien tu trabajo. Ven, vamos a la cocina.
—No, no quiero.
—No te devolveré el camafeo. —Lo sostuvo en manos y lo observó a detalle—. Es de oro y una antigüedad, qué bonito es. Le pondré una foto del profesor y mía —contó divertida sus planes.
Los ojos de Diana se agrandaron de felicidad. No mentía, estaba maravillada con mi tesoro familiar. Me entristecí al saber que al final terminaría en manos de ella y se perderían las fotografías. Diana no cuidaba sus cosas, las extraviaba y dañaba con facilidad. Ella tenía dinero para reponer todo, pero yo no podía reponer las fotografías de mis abuelos con mi madre. Se me estrujó el corazón. Comprendí que, esto estaba por encima de mis creencias, debía recuperar el camafeo como fuera.
—Tú ganas —declaré decaído.
—Excelente, vamos a la cocina para que te nutras, Samuel —dijo con un tono de voz dulcificado.
En contra de mi voluntad, terminé en la cocina, sentado en la barra, esperando a que Diana me entregara lo que debía comer. Conocía su crueldad y eso me hacía imaginar cosas horribles. No estuvo tan lejos mi imaginación cuando ella dejó enfrente de mí un plato con abundante carne molida cruda. El puro olor me causó náuseas, contuve mi reacción de asco para no darle satisfacción a mi verdugo.
—Está cruda —murmuré.
—Lo sé —dijo y esbozó una divertida sonrisa que odié con toda mi alma—, en el fondo dejé el camafeo. Tienes que comerte toda la carne para obtenerlo.
Diana ocupó el asiento frente a mí, apoyó sus codos en la barra y recargó su cabeza en las palmas de sus manos. Fijó su mirada en mi rostro inmutado. Contenía mi reacción para no divertirla más de lo que ya estaba. Tomé la cuchara y me dispuse a comer mientras era observado. No saboreé los bocados que tragaba. Diana notó el esfuerzo enorme que hacía para no vomitar y mostrarme tranquilo. De reojo vi mi reflejo en el mármol lustro de la barra, mis ojos decían lo que no podía expresar, se encontraban rojizos por contener el asco y el llanto. No podía engañar más mi mente, no podía seguir pensando en cosas bonitas, no podía seguir clavándome las uñas en la palma de la mano para distraerme de la rabia, enojo y tristeza.
Mi madre también quería que comiera carne cuando estaba viva, decía que la necesitaba para crecer fuerte y sano. La dejé de comer cuando tenía unos doce años, al enterarme con un documental, la manera cruel en cómo eran tratados los animales de granja. No quería ser cómplice y parte del sufrimiento de los animales. Podía comer más cosas y más saludables que carne de animales atormentados. Comencé con una dieta vegetariana y cuando me di cuenta, comía puras cosas que no provinieran de algún animal. Tal vez no aportaba nada a la Tierra que dejara de comer carne, pero me hacía feliz no vivir a acosta del sufrimiento de animalitos y eso era suficiente motivación para seguir esa dieta.
Diana enserió y me miró con cierta decepción o lástima, no lo sabía con exactitud. Tenía una mirada cruel, enmarcada con pecas. Bajé la cabeza. A la tercera cucharada de carne, las lágrimas ya se deslizaban silenciosamente por mis mejillas.
—Eres un llorón —dijo y sacó el camafeo del bolsillo de su pantalón—. Te odio.
Deslizó el camafeo por la barra y se marchó. Lo tomé y corrí al baño más cercano. Vomité hasta lo que comí en ese día y eso me hizo sentirme muy enfermo.
Al final, me hice de otro escondite, en el jardín, un hoyo cercano donde enterraba a los pájaros muertos. Guardé mis tesoros de la manera más hermética posible. No los vería con frecuencia, pero estarían a salvo de Diana.
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El día a día de Samuel
Teen FictionVersión 2024 El día a día de Samuel (Cómo los gatos hacen antes de morir) La madre de Samuel murió y él se ha tenido que mudar. Todo lo que conocía desapareció. Ahora Sam deberá lidiar con la tristeza de perder a un ser amado, con un par de gemelas...