En uno de esos fines de semana en los que terminaba muy agotado, me fui a la cama con intención de tomar una breve siesta. Lo hice con algo de culpa, ya que tenía muchos pendientes y tareas acumuladas.
Terminé durmiendo más de la cuenta.
Soñé de nuevo con alguien que no conocía, me hablaba con una entonación tan agradable que me acariciaba los oídos con su voz, me hacía sentir apreciado y me otorgaba una paz inmensurable.
Al despertarme me invadió una sensación desoladora, como si acabara de perder algo muy amado por mí. No entendí qué tipo de broma me estaba jugando mi cerebro para hacerme soñar esas cosas. No me ilusionaba la fantasía de encontrar un príncipe salvador, soñar con alguien que parecía uno, era algo que me resultaba confuso y extraño. Sin embargo, aquello no le quitaba lo reconfortante a los sueños que tenía con él, solo ahí podía sentir lo que era ser querido de verdad.
No importaba si dormía poco o mucho, solía estar siempre muy agotado, tenía cansancio acumulado y eso me dificultaba mi meta de enfocarme en mis estudios y ser alguien aplicado. Mis notas descendían y comenzaba a perder el interés al estar tan cansado. Envidiaba un poco a mis compañeros, los que solo se enfocaban en sus estudios y no en otras cosas. Ellos no tenían las manos rasposas, ojeras, agotamiento, poca concentración y no estaban mal nutridos. Y a pesar de tener una buena vida, algunos se atrevían a criticar a sus padres por no cumplirles todos sus caprichos más absurdos. Muchos no valoraban lo que tenían, no estaban conscientes del privilegio en el que vivían. Asistir a un colegio prestigioso, comer siempre que tuvieran ganas lo que quisieran, vestir con las mejores ropas, disfrutar de viajes y momentos amenos en familia. Ya eran muy suertudos con el simple hecho de despertar en un lugar que consideraban un hogar seguro. No tenían la necesidad de tener que mover un solo dedo para tener una buena vida, sin carencias.
En la mansión como en clases, intentaba mantenerme calmado y aparentar estar despreocupado. Pretendía ignorar los murmullos burlones de mis compañeros y la mirada intimidante del profesor de ciencias. Ellos no sabían que estaba roto, tanto como para exteriorizarlo. De haber sacado todo lo que sentía, no hubiera podido continuar como lo hice. Me repetía constantemente que debía ser fuerte.
Tomé mi tiempo en levantarme, estaba aturdido como cansado. Miré mi habitación, borrosa por no llevar lentes, me sentía un extraño en esta. Los rayos ocres de un sol moribundo se filtraban por la ventana, recordando que incluso el sol debía marcharse en algún momento. Sentía que ocupaba un lugar que no me correspondía. Extrañaba mi verdadera habitación y la otra vida que tenía antes de que mi madre muriera.
La puerta de mi cuarto se abrió de golpe. Asustado, cerré los ojos, fingí que dormía para evitar el tornado que entró. Diana solía hacer eso, entrar sin aviso previo, diciéndome así que no tenía privacidad ni un lugar en el cual refugiarme.
Cerré con fuerza mis ojos.
—El bebito está dormido —murmuró con cierta malicia.
Al ver que no respondía, pasó una pluma en mi cara con intenciones de hacerme cosquillas. Lo logró.
—Déjame en paz —murmuré y me cubrí por completo con las sábanas.
Gobernó su sofocante silencio y la pesada energía de su maliciosa mirada, deseé que se fuera con todo.
—Dana no me cree que sabes tocar bien el violín —dijo de repente—. Enséñale que sí.
Permanecí inmutado, pensando que solo había tocado para Diana en su cumpleaños. Sin decirle nada a Diana, me incorporé en la cama y me oculté en el baño. Tomándome mi tiempo, me cepillé mis dientes y me lavé la cara. No entendía por qué me avergonzaba algo tocar para Dana. Suspiré, regañándome en mis adentros, me dije a mí mismo que no debía avergonzarme de mostrar lo que me apasionaba hacer. Decidido, salí del baño, Diana me esperaba sentada en la esquina de la cama, con una mirada de aburrimiento y una cara larga. Me coloqué mis lentes y tomé el violín que guardaba debajo de la cama. Diana esbozó una divertida sonrisa. Sin hablarnos, la seguí por los pasillos de la solitaria mansión. Pisaba su sombra por mucho que mantuviera el margen. La luz del atardecer alargaba las sombras, parecían pertenecer a gigantes que no cabían en el lugar. Para mi sorpresa, Diana me llevó al salón abandonado, donde muchas veces me escondí y rompí en mil emociones. El lugar dejó de ser una guarida para estar triste. Dana se encontraba sentada en una de las abandonadas sillas, cerca de una mesa redonda con un mantel de polvo. Se le veía diferente y pensativa en la soledad. Llevaba una bata larga de manta arrugada como si fuera un fantasma perdido. Sin embargo, su bonito cabello de cobre le daba color a su ropa, los mechones largos se deslizaban en sus flacuchos hombros y culminaban en la espalda.
—¿De verdad sabes tocar? —preguntó y vi buena voluntad en sus ojos.
—Sí, desde muy pequeño mi madre me enseñó a hacerlo —expliqué algo tímido.
—Toca, por favor —pidió emocionada.
—Pero debes saber que hay fantasmas aquí y si no les gusta lo que tocas, te jalarán los pies en la noche —advirtió Diana.
—No creo en fantasmas —afirmé.
Me hubiera gustado creer que mi madre seguía a mi lado, aunque fuera como un fantasma, pero eso no hubiera sido justo para ella. Necesitaba estar en un mejor lugar y no anclada en un mundo donde no podría interactuar. Para mí, la Tierra era un espacio hecho para los vivos, los que eran esclavos de sus emociones y solían estar atormentados por sus demonios internos y preocupaciones.
Abrí el estuche, irguiéndome, tomé posé con el violín y arco en manos. Cuantos buenos recuerdos me traía a la mente tocarlo. Inicié, preguntándome si hacía bien en complacer a las gemelas con lo que me pedían. Las dudas se disiparon cuando las vi tan felices dando vueltas tomadas de la mano, jugueteando al ritmo de La Campanella. Todo comenzó a desaparecer, el piso se disolvió y las gemelas permanecieron, siendo todo lo que veía, eran luces juguetonas en la penumbra del salón. Era la primera vez que veía una faceta infantil en ellas, ya que se habían apresurado en crecer y llenar los huecos de su corazón con cosas y pasiones de adultos. Dana tomó unas viejas máscaras de carnaval arrumbadas en un baúl, eran similares al disfraz de un arlequín. Sin importarle el polvo, usó una y le entregó otra a su hermana. Mientras giraban al mi alrededor, resonaron los cascabeles de las puntas que sobresalían de las sonrientes máscaras. Me atrevía a atesorar ese momento feliz, para que me fuera útil cuando las dificultades de la vida me quitaran la alegría.
Al terminar de tocar, las gemelas gritaron al unísono: búscanos y salieron disparadas por el salón, no vi a donde se escondieron. Guardé el violín y me dispuse a buscarlas. Levanté muchas sábanas polvorientas que cubrían algunos muebles, me hinqué para revisar debajo de las mesas. Era difícil ver con tan poca luz que se adentraba por los ventanales. La noche comenzaba a reinar. Escuché los cascabeles que se movieron suavemente. Guiado por el sonido, me dirigí a un baúl, levanté la pesada tapa y me encontré con Dana ovillada, abrazándose de las piernas. El corazón se me encogió al verla, al estar tan flaquita y débil, me hacía pensar en ella como alguien que estaba listo para ser enterrado. Antes de poder ofrecerle mi mano para que saliera, Diana colocó su mano en mi hombro, asustándome. La tapa pesada calló y cerró de nuevo el baúl.
—¡Pásala o se te pegará el fantasma! —gritó emocionada mientras huía.
El juego había cambiado. Corrí detrás de ella, olvidándome de que Dana no podría salir sin ayuda del horrible escondite que eligió. Diana se aventuró a saltar por uno de los ventanales y huir hacia el jardín. Estaba llena de energía, su cabello se ondeaba como si se tratara de una bandera anunciando una guerra aproximándose, resaltando en las nubes grises que marchaban por el cielo, dispuestas a dejar caer todo lo que contenían. En un parpadeo, todo se oscureció y comenzaron a caer pesadas gotas de lluvia. Eso no le importó a Diana, estaba decidida a que no la alcanzara. Sin embargo, tropezó y cayó al suelo. Le ofrecí mi mano para que se levantara, mientras le preguntaba si se encontraba bien. No respondió. Contemplaba el cielo y las frías gotas de la lluvia caían en su pecoso rostro agitado. En ese momento admití en pensamientos que ella se veía tan viva, tan natural y hermosa. Parecía encarnar una de esas musas que inspiraban y llevaban a la locura a muchos artistas. Levanté la cabeza y vi lo mismo que ella: belleza en el caos de la naturaleza. Perdí la noción del tiempo. Percibir la lluvia me hacía sentir vivo y feliz.
Regresamos empapados al salón, me apresuré hacia el baúl al escuchar llantos ahogados provenientes de este, lo abrí, Dana lloraba desconsolada por haber sido dejada y por pensar que no volveríamos por ella.
—Tonta, no te metas en lugares en los que no puedas salir tú sola —regañó Diana al momento de ofrecerle la mano a su hermana.
—Me dejaron sola —dio queja llorosa y salió corriendo.
Intenté perseguirla con intenciones de disculparme y animarla, pero Diana me retuvo al tomarme con brusquedad del brazo. Negó con la cabeza y esbozó una perversa sonrisa. Quité su mano y tomé camino a mi habitación, pensando por qué Diana disfrutaba de hacer sufrir a su hermana.
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El día a día de Samuel
Teen FictionVersión 2024 El día a día de Samuel (Cómo los gatos hacen antes de morir) La madre de Samuel murió y él se ha tenido que mudar. Todo lo que conocía desapareció. Ahora Sam deberá lidiar con la tristeza de perder a un ser amado, con un par de gemelas...