CAPÍTULO 5

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Pasaronun par de semanas donde Diana me dejó en paz, creí que ya se había aburrido defastidiarme. Para mi buena suerte, fingía que no existía, me aplicó la ley delhielo. Pararon los regaños, los animales muertos, las cosas perdidas, la comidasalada, los pellizcos, los jalones de cabello y los mocos como chicles que gustabaembarrarme en el uniforme. Sin embargo, no era que estuviera aburrida demolestarme, se cansó de los tediosos métodos que usaba para intentar demostrarque era inferior a ella. Diana buscó otro motivo para atormentarme: culparme decosas que yo no controlaba.

En la privacidad de mi cuarto, invadiendo mi espacio personal, furiosa, me reveló que le platicó de su realista pesadilla al profesor, motivada por mi sarcasmo, y le preguntó si algún día tendrían hijos.

Él terminó con el casi algo que tenían, no estaba interesado en arriesgarse más, solo le gustaba tontear sin compromisos de ningún tipo. No le hice mucho caso a Diana cuando intentaba culparme de haber terminado su relación abusiva, para mí eso era algo bueno. Me fui hacer mis labores de limpieza en la mansión. Grave error no hacerle caso a la princesa Diana.

Cuando terminé y fui a mi cuarto, me encontré con mis pinturas manchadas, mis dibujos regados por el suelo y pisoteados, y a Diana encima de mi cama con un pincel en mano, sonriente y victoriosa por hacer sus fechorías.

—Por eso no haces bien tu trabajo. Pierdes el tiempo haciendo estos horribles dibujos y pinturas. —Agitó el pincel y le salpicó su uniforme—. Mira, los mejoré. —contó orgullosa.

—¿Por qué? ¿Qué te hice? ¿Por qué me torturas así? Me hinqué en el suelo para recuperar mis dibujos pisoteados y manchados. Estaba tan triste que se nublaron mis ojos con las lágrimas contenidas.

Levanté el dibujo del gato que tuve, el retrato de mi madre y también el de las flores que tenía y cuidaba junto con ella en el jardín de la casa donde vivíamos.

—Hiciste que tomara una mala decisión.

Dejó la cama, me tomó de la barbilla, me hizo mirarla directamente a sus ojos que refulgían de enojo.

—No me culpes, no controlo cómo responden los demás. ¡Qué injusta eres! —grité y alejé su mano de mi rostro.

Intenté contener las lágrimas, me costó, me partía el corazón ver mis dibujos tan dañados, los que me recordaban mi pasado feliz. Y como solía hacer, mordí mis labios, enfocando mi tristeza en dolor. No podía hacerle nada a Diana, era intocable y ella lo sabía.

—Ocúpate de tu trabajo, mocoso gorrón. ¡Mi papá te da un techo, comida y te paga el colegio! Y así le agradeces, perdiendo el tiempo en tonterías —atacó de nuevo.

—Diana, te equivocas, el arte no es ninguna tontería, nos conecta a las cosas hermosas de la vida —le respondí. Contuve el deseo de soltar palabras hirientes.

—Es para desobligados —aseguró y torció la mueca.

Caminó por el cuarto, faltaba por dañar lo que yacía en el viejo caballete. Descubrió la pintura que se ocultaba bajo una manta.

Los ojos de Diana se iluminaron y sus mejillas se tornaron de un color tierno rosado, guardó silencio, pero se escapaba una sutil sonrisa en su rostro pecoso. Examinó la pintura incompleta, parecía que veía algo más allá de los trazos. Tal vez se trataba de la bondad que carecía y me esmeré en poner. El tiempo se detuvo para ella, quedó perdida en la imagen. Cuando el viento entró por la ventana y sacudió las cortinas, los rayos del sol se filtraron en el cuarto, iluminando a Diana. Pasó de esbozar una cálida sonrisa a tener una expresión desolada.

Sin prestarle más mi atención, recogí todos los dibujos. Muchos estaban irreconocibles, el corazón se me hizo pequeño... Parte de mi pasado se había perdido. Alcé mis lentes y enjuagué las lágrimas contenidas antes de que Diana se diera cuenta y me llamara llorón de nuevo.

—El profesor —habló de nuevo, esta vez con los labios temblorosos—, no me dijo nada lindo, al contrario, demostró que no era nada para él. Le preocupa que su esposa se entere y pierda su trabajo. —Desfilaron lágrimas en sus pecosas mejillas—. Al ser más maduro y experimentado, creí que él sería el indicado, pero me rompió el corazón —contó decaída y se limpió las lágrimas—. No debí hacerte caso, es tu culpa. Ahora tú también tienes el corazón roto, sufre conmigo.

No pude responderle, dejé los dibujos manchados en el escritorio y salí de mi habitación. No me interesaban sus justificaciones. Se había metido con mis cosas más apreciadas y estaban arruinadas para siempre.

Corrí al salón que funcionaba como bodega y me escondí. Sabía que nadie me encontraría ahí. El lugar era inmenso y antiguo, no entendía por qué estaba ahí y qué función cumplió en el pasado. Había diversos muebles cubiertos con mantas blancas y polvo, simulaban ser fantasmas del lugar. Demasiados espejos decoraban los descarapelados muros, al igual que pinturas y fotografías de la época victoriana. Muchos candelabros de diferentes materiales y tamaños estaban colgados, cumpliendo la función de acumular telarañas. Parecía que el tiempo se detuvo ahí. Al igual que los habitantes actuales de la mansión, era un espacio perdido. Era mi lugar favorito para ocultarme, cuando la tristeza me dominaba. Me volví un mueble arrumbado más del lugar.

Lo que más disfrutaba de ese espacio olvidado y arrumbado era la enorme pintura de una dama y su hija que se encontraba colgada en una de las paredes. Solía acostarme en un sillón polvoriento cercano y observaba por horas la pintura, imaginando que me adentraba a esta. En un jardín iluminado por un dulce amanecer, existía una pequeña niña hecha de pinceladas delicadas, tenía rizos espesos y enmarañados, ojos de sol y mejillas rosadas. Poseía un rostro de muñeca despreocupada. Era llamativa, usaba un opulento vestido blanco con mucho vuelo y encajes. Descansaba en el regazo de su madre. Haciendo mucho contraste con su hija, vestía de negro y trasmitía una elegancia soberbia con su delicada silueta. Con el cabello recogido en un chongo, dejaba a la vista un estilizado cuello equiparable con el de un cisne. Le dirigía una mirada llena de amor a su hija, una que le decía te quiero. Estaba sentada en una silla de jardín, junto a una pequeña mesa de té, con una pose digna de una reina. La niña rubia alimentaba con migajas de pan a un pavorreal y palomas. Encontraba cierto gozo al ver los rosales que enmarcaba la escena, eran tan realistas que imaginaba su aroma, y me resultaba ocurrente la fuente a la lejanía, donde unos caballos diminutos, por la distancia, tomaban agua. En aquella ocasión, sentí envidia de la niña al verla junto a su madre, una hermosa mujer amorosa de cálida sonrisa

Me imaginaba ahí adentro, con mi madre, disfrutando de una taza de té y hablando de todo un poco.

No pude contener el llanto, deseaba estar muerto al igual que mi madre, enterrado junto con ella. Me pregunté tantas veces por qué murió, por qué terminé solo sin su protección. Lloré en silencio mientras miraba la pintura. Cuando me cansé de mi propia tristeza, regresé a mi cuarto. Mis dibujos y la pintura a medio acabar ya no estaban. No había terminado de darle color a Dana, solo a Diana y me faltaba poner sombras como textura. Igual me alegré de que se llevara la pintura, ya no quería continuarla. Diana, a pesar de ser hermosa físicamente, era una horrible persona.

Antes de irse a un viaje largo de congresos médicos que se daría en diversos lugares del mundo, Burgos habló conmigo, parecía preocupado por mí, por tenerme que dejar solo con la pérdida de mi madre. También pidió que estuviera al pendiente de sus hijas. Me dijo que, si se sentían solas, jugara con ellas o les compartiera mis buenos hábitos que conocía bien. Claro, él no sabía cómo eran ellas, ya no jugaban y menos pensaban como niñas. Diana salía con un profesor y Dana era novia de un chico popular. Frente a su padre fingían ser dos angelitos incapaces de matar una mosca y sin interés por los chicos. Le dije que sí, que daría lo mejor de mí mismo, y él me sonrió con gentileza. Me hubiera gustado decirle la verdad, pero eso no solucionaba nada, él siempre estaba tan ocupado y consumido en su trabajo. Yo a veces olvidaba cómo era, su ausencia me hacía tenerlo en mente como un gran oso de peluche que vestía una bata médica y se encontraba perdido en los pasillos de un hospital.

El día a día de SamuelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora