CAPÍTULO 22

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Es curioso lo rápido que pasó el tiempo cuando me entregué a la monotonía, dejé de pensar y solo obedecía.

Hacía mucho frío en mi habitación y me sentía engripado, así que decidí ir a prepararme un té. Mientras caminaba hacia la cocina, escuché un ruido estruendoso en las escaleras. Me apresuré a llegar al lugar. Por un momento, imaginé que alguien se cayó.
Me encontré con Clara lanzando por las escaleras cajas que contenían pertenencias de Burgos.

—¿Por qué tanto escándalo, mamá? —preguntó Dana sin emoción.

Le eché una mirada rápida a Dana: vestía un pijama de estampados de gatos, llevaba su bonito cabello enmarañado y olía a sudor. Vi que sus pecas resaltaban más en su fúnebre rostro, y me percaté de que tenía los ojos hinchados de tanto dormir o tal vez de llorar. Me preocupó verla en aquel estado. Supuse que la noticia del divorcio de sus padres la llevó a caer en depresión.

—Tiro la basura de tu padre —comentó molesta Clara—. Ya no vive aquí, no hay necesidad de conservarla.

Se sacudió las manos y fue por más cajas.

—¡Me asusté, mamá! —expresó Dana alterada y llevó su mano en donde latía su corazón—. Regreso a mi habitación —anunció molesta.

—Dana, ¿estás bien? —pregunté cuando ella pasó a mi lado.

—Sí... —Ella se detuvo por un momento, me dirigió una mirada carente de vida y emociones—, disfruto de mi tiempo libre. —Sonrió falsamente.

—Claro —respondí preocupado.

Dana fue hacia una de las cajas tiradas, el contenido se había salido por el impacto, había muchas fotografías y papeles que parecían importantes. Dana se agachó y dio con una fotografía de Burgos. Al levantarla, la contempló con una mirada melancólica. Eché un vistazo a la fotografía: Burgos era más joven y se encontraba en el comedor del hospital rodeado de colegas y enfermeras, mi madre aparecía en una esquina, pero omití esa información.

—Lo extraño —murmuró y volvió a dejar la fotografía en el suelo—. ¿Regresará en algún momento?

Ver la fotografía me hizo recordar el pasado de color ocre que intentaba negarme.
Después de mis clases matutinas, a veces iba al hospital a comer junto con mi madre, más cuando se terminaba la despensa. Seguido me tocaba esperarla en el comedor mientras ella terminaba sus labores. Solía ver a Burgos ahí, a veces él buscaba que le hablara sobre mi pequeño universo. Pensaba que tal vez me tenía lástima por no tener un padre. No había mucho sobre qué decirle. Aparte de ir esporádicamente al hospital, para convivir un poco con mi madre en la hora de la comida, en casa me dedicaba a hacer tareas, dibujar y practicar el violín. Mi única compañía por horas era el gato y el pobre sufría mucho cuando practicaba. Me desvelaba hasta que los dedos se me acalambraran o mi madre regresaba del hospital. En algunas ocasiones, los vecinos llegaron a quejarse del ruido, pero con el tiempo mejoré y ya no se quejaron más.

Me exigía mucho y no me permitía cansarme. Solo éramos nosotros y deseaba que ella estuviera orgullosa de su error. Quería complacerla en todo. Era tanto mi afán en ser perfecto para ella, que me interesé en todo lo que a mi madre le gustaba. Leí los libros que leía, practicaba sus piezas favoritas, le dibujaba sus cosas preferidas como el gato, flores, paisajes y más. Le ayudaba todo en casa. Siempre la acompañaba los fines de semana a hacer las compras y me esmeraba en la escuela para tener buenas notas. Deseaba crecer rápido y poder serle más de ayuda. A veces me frustraba y me deprimía, pero llegué a acostumbrarme a la rutina. El inmenso amor que le tenía a mi madre me impulsaba a dar todo lo mejor de mí y eso me llevó a olvidar mi infancia.

En mi antiguo colegio me molestaban, decían que era rarito y niño de mami. Sabía que ellos no me entendían y, si hubieran tenido una madre como la mía, también hubieran sido niños de mami. Algunas compañeras me defendían y eso causaba más burlas. Tenía algunas amigas, les agradaba como era, un chico tranquilo y reprimido. Sin embargo, me mantenía distante, consideraba que ellas no eran ni de lejos como la única persona que admiraba. Mi madre era muy bondadosa, paciente, inteligente, disciplinada, hermosa y, para mí, perfecta. Ella poseía la sonrisa más encantadora del mundo. La amaba con todo mi ser.

Un día que fui al hospital, me encontré con Burgos en el comedor y él me sacó plática como solía hacerlo. No obstante, en esa ocasión, se veía deprimido. Me otorgó una sonrisa desoladora que me hizo pensar en las flores artificiales. Fue extraño todo, en el ambiente había una sensación que me incomodaba. Él dijo que mi madre no vendría, que estaba muy ocupada con un paciente. Me invitó a comer en un restaurante. Ahí me platicó un poco sobre sus hijas y su esposa. Después, me preguntó qué quería ser de grande. Le respondía a todas sus preguntas un tanto tajante. Quería convivir con mi mamá, no con Burgos.

Comí un poco inquieto. No estaba mi madre y él tenía una mirada triste, como si ocultara una tragedia. Supuse que en ese día él intentó hablarme de la enfermedad de mi madre, pero no pudo hacerlo. Me enteré mucho, pero mucho después. Ella me dijo que lo detectaron tarde. Muchas veces sospeché que me ocultó la verdad para no amargar el tiempo que nos quedaba juntos.

Cuando ella falleció, algo dentro de mí también se murió y terminó a su lado, custodiando sus restos en el cementerio. Estuve muy triste, tanto que esa emoción no pudo salir del todo. La tristeza era más grande que yo y me consumió junto con la negación.
Todo pasó muy rápido: el funeral, la mudanza y terminar viviendo en la mansión. No era difícil evitar mi pasado cuando no estaba presente en mi entorno y debía preocuparme por otras cosas más mundanas, como ayudar a las hijas de Burgos. Sin embargo, muchas veces soñé con el universo que desapareció con la muerte de mi madre, el que componíamos únicamente nosotros dos. En esa quimera irreal y nostálgica solía pedirle que me llevara con ella.

—Samuel, ¿estás bien? —cuestionó Dana.

—Sí. ¿No crees que hace mucho frío? —pregunté un tanto ido.

—No. —Negó con la cabeza—. ¿No te habrás enfermado de nuevo? Te suele dar gripe.

—Estoy bien. —Sonreí triste.

—Bueno —enmudeció por un momento mientras miraba los papeles—. Esto... es difícil. Mamá se ve más feliz y animada. Me recuerda a un cuento que escuché hace mucho —dijo Dana pensativa.

—¿Cómo era? —curioseé.

Dana tomó asiento en un escalón, fijó su mirada en mi rostro y comenzó a hablar con una emoción evidente en sus palabras y expresiones.

En un mundo donde existían doncellas que brillaban con la misma intensidad que las estrellas, también existían unas sombras que envidiaban la luz de estas. Aparecían en los atardeceres melancólicos, desplazándose por el suelo con gran agilidad. La mayoría de las mujeres huían de esas sombras imponentes, enormes y carentes de emociones. Cuando una era atrapada por una de esas sombras, se le nublaba su razonamiento y creía estar enamorada, por consecuencia, dejaba de hacer lo que más le gustaba en la vida y se dedicaba a atender a la sombra. Esta crecía y crecía, mientras ella se iba apagando de poco a poco. Ya no tenía tiempo para sí misma, era esclava de algo que pensaba amar. Las sombras no podían amar, no podían querer, no podían ser empáticas, pero sí podían copiar las emociones de las jóvenes que llegaban a raptar y así engañaban a otras. Muchas al caer en desgracia por culpa de esas sombras, recurrían al escapismo, se refugiaban en la comida, en el ocio, en la bebida, se abandonaban y creían que solo podían ser felices al lado de su sombra. Las damas mayores y con mucha experiencia, advertían de tener cuidado y no dejarse tocar por las sombras, cosa que enfurecían aquellas entidades malvadas. Terminaban difamando a las consejeras, diciéndoles brujas malvadas y envidiosas que ninguna sombra llegaría a querer.

Mi madre está recuperando su brillo, se le ve más animada y decidida, pero tuvo que abandonar a su sombra.

El día a día de SamuelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora