CAPÍTULO 21

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Era fin de semana. Yacía tirado en el césped del jardín. Con los dedos sentí la humedad del pasto y con mi rostro el frío que arrastraba el aire. Contemplaba las nubes que cabalgaban lentamente por el cielo, les busqué formas: unas me parecieron gatos esponjosos y otras serpientes desintegrándose en el cielo que les dio vida. Bobeaba para no pensar en todo lo que me atormentaba. Quería volver a ser el mismo de antes. Sin embargo, como un disco rayado, en mis recuerdos se manifestaba mi momento con Diana y la confesión de Antoni, ese te amo que no le correspondí. Diana me estuvo evadiendo desde que la vi con el profesor, supuse que no deseaba que le reclamara nada. Tampoco quería hacerlo, ella también me podía reclamar por estar con Antoni. Dana nos notó extraños y distantes, supuso que era porque su hermana me golpeó, no pude decirle la verdad. Admito que me distancié de Dana, cosa que lamenté muchísimo después. Ella no tenía nada que ver con lo sucedido. Me daba culpa dejarla sola, más porque recordé lo que hace tiempo confesó en una de nuestras salidas. Escuché como entre risas nerviosas, dijo quería ser delgada y bonita para ser querida, por eso terminó con trastornos alimenticios. Tener compañía le hacía bien a Dana, pero yo no estaba en mi mejor momento como para aportar una amistad sana. Algo se pudrió dentro de mí. Por mucho que me esforzara, no podía ser como algunos chicos de mi colegio que no les importaba con quién se acostaban y les resultaba de lo más natural, como tomar un vaso de agua.  

Odiaba mi manera de ser y como permitía que me afectaran tantas cosas.

En aquel fin de semana habían dado de alta a Clara. Cuando regresó, lo primero que hizo fue buscarme. Escuché su andar en el césped del jardín, imitó a una gacela sigilosa. Su silueta terminó cubriéndome el paso de los rayos del sol y la vista del cielo.

—Con que aquí estabas...

Dejé mi lugar en el suelo, sacudí mi ropa para quitarme el césped y miré a la triste mujer que se encontraba frente a mí. Clara lucía un largo vestido negro, su extensa cabellera resaltaba en la oscuridad de la tela, al igual que su piel nacarada y pecosa. Tenía una complexión débil, parecía recién resucitada, estaba demacrada, pálida, con los ojos vidriosos y los labios resecos.

—¿Necesita algo? —pregunté decaído.

—Ya lo veo, tengo a tres hijos que cuidar bien. —Estiró su mano y pellizcó con suavidad una de mis mejillas—. Dios debió haberme castigado por no ser buena madre, por eso no me dejó tener otro hijo más.

Mi corazón se volcó al escucharla y bajé la mirada al suelo.

—Clara, creo que los dioses no castigan. —Negué con la cabeza—. No pienses en eso, las cosas pasan para aprender, para que nos volvamos más fuertes y las superemos.

Quise creer en mis propias palabras para agarrar fuerzas.

—Podría ser, pero sé que no soy la mejor madre. Mi Dana no me perdona y parece que Diana me odia. —Calló de golpe, me miró fijamente en un silencio que me pareció un tanto incómodo—. Quiero adoptarte —rompió el silencio—, ya te lo había dicho. Te voy a dar mi apellido, mi herencia, todo. Sam, te considero mi hijo, por eso, perdóname, he sido mala, nunca debí darte trabajo de sirviente. Eras un niño desamparado, y yo... fui muy cruel contigo, poco comprensible. Gracias por cuidar de tus hermanas, eres muy buen... jovencito. Que alto y guapo estás, creces muy rápido —habló con una honestidad que me dejó inmutado por un momento.

—No es necesario que te disculpes, era un extraño cuando llegué, era normal que desconfiaras de mí —la justifiqué.

La miré con miedo, estaba a punto de decirle lo que sucedió y así librarme de todo lo que me estaba pudriendo en el interior. Cuando estaba a punto de articular una palabra, Clara habló.

El día a día de SamuelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora