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┈➤•𝗘l sol de la mañana se filtraba a través de las cortinas, llenando la habitación de Aneko con una luz suave y dorada. El sonido del despertador resonó en la habitación, pero ella ya estaba despierta, mirando el techo y pensando en el día que tenía por delante. Desde la muerte de su madre, cada mañana era una lucha para encontrar la motivación para levantarse de la cama.
¿Cuánto tiempo llevaba así? ¿Una, dos horas? Suspiró profundamente, llenando sus pulmones de aire para tomar el impulso de sentarse en la cama, sintiendo cómo el frío mañanero hacía su trabajo. Cada paso que daba era un esfuerzo constante; su cuerpo le pedía descanso a gritos, y su mente no le ayudaba. Desde hacía dos meses, había empezado a dormir mal, teniendo constantes pesadillas y dolores de cabeza que la mantenían despierta durante toda la noche, dejando toda su energía agotada para la mañana.
Bajó de la cama, tocando el piso de madera, y se puso sus pantuflas antes de comenzar su rutina matutina: cepillarse los dientes, darse un baño con agua bien caliente y esperar a que se enfriara en la tina, lavarse la cara y salir. Ella lo notaba, notaba cómo su mirada se veía opaca. Sus ojos naranjas, que antes estaban llenos de vida, ahora tenían debajo de ellos dos medias lunas oscuras adornando su rostro. Sus labios estaban secos y faltaban pedazos de piel debido a que los mordía con frecuencia. Igual que sus uñas, que antes eran largas, ahora se sentían ásperas y cortas. Su cabello negro, quebradizo y sin brillo, se caía con facilidad cada vez que pasaba su mano sobre él. Su tono de piel, ahora más pálido a los ojos de cualquiera, sumado a que se veía más delgada... Comó si no fuera ella.
