La noche del incidente sufrí uno de los primeros casos de parasomnia de mi vida. El episodio fue tan fuerte que las pesadillas que me habían atacado hasta hacía poco parecían la nada misma. Luego de acostarme sobre las cómodas almohadas de mi cama, sentí una necesidad imperante de abrir los ojos de nuevo pues había oído un ruido que no era normal en la casa, al menos no a esas horas de la noche.
Por lo que se podía apreciar todo estaba en orden cuando encendí la lámpara. Aun así, mi instinto me decía que no debía confiarme de las apariencias de aquella habitación. ¿Qué era? ¿Qué era eso que se me estaba pasando de largo? ¿Por qué no podía descubrir lo que me había despertado?
Quedé sentada sobre la cama durante unos largos instantes esperando a que mi vista se acostumbrase al leve rayo lunar atravesando la ventana de mi dormitorio. Observando con fijeza el hueco que daba hacia el lago, pude apreciar —notando una gota de sudor frío resbalándose por mi frente— que la lumbrera se encontraba abierta cuando yo me había encargado con sumo cuidado de cerrarla antes de acostarme.
—¿Q... q... quién anda por ahí? —tartamudeé intentando disfrazar un poco el pánico que ya se había hecho cargo de paralizar mis piernas.
Se escuchó un ruido que creí provenía del pie de la cama justo a mi lado derecho. Cerré mis ojos intentando respirar tan hondo como podía y me reté para mis adentros por caer presa de semejante terror. Tal vez era un animal o algo así que se había escabullido hasta entrar en mi cuarto. ¿Los Jenkins no tenían un gato blanco?
Lo único que no me permitió aferrarme a esa tentadora ilusión de seguridad fue el hecho de que, de haber sido el gato, su pelaje se habría hecho obvio para ese entonces. Cuando abrí mis ojos noté que ya no tenía dificultad para enfocar las cosas que me rodeaban y dejé de respirar por unos segundos cuando una figura saltó desde la oscuridad hacia mí.
Sus manos se aferraron a mi cuello, como si el odio como motor las manejase, y sus rodillas me acorralaron por la cintura sin darme siquiera chance de escapar. Cuando pude ver su rostro me sentí desfallecer pues allí se encontraba Aaron, con los ojos inyectados en sangre y salidos de sus orbes, víctimas de la peor locura posible.
Sus dedos crispados dejaron claro que no se iban a dar por vencidos hasta sacar el último respiro de vida de mi cuerpo y su boca, oh, su boca. Sus dientes se habían transformado en colmillos afilados y sus labios tensos parecían estar a dos segundos de emanar espuma rabiosa.
¿Tanto odio podría llegar a generar el chico como para querer matar a la persona que le había vuelto a la vida? ¿Tantas ganas de estar muerto sufría como para mostrarme semejante desprecio? Intenté no llorar, juro que lo intenté con todas mis fuerzas restantes mas no pude evitarlo. Su rostro y su expresión se habían convertido en dagas clavándose sin reparo en mi corazón; si no me mataba en aquel momento desde el plano físico, al menos lo haría desde el lado emocional.
Creo que fue el sonido de mi propio grito lo que me despertó. Este fue tan desgarrador que no solo provocó lágrimas en mis ojos sino también un inmenso dolor de garganta, como un ardor increíble por el esfuerzo que requirió. Toqué mi cuello con desesperación, chequeando no sabía qué. Era más que obvio que había tenido una pesadilla pues me encontraba empapada en sudor e hiperventilando. ¿Por qué me encontraba tan asustada? Ya había tenido pesadillas antes, pero hasta el momento ninguna me había afectado tanto como esa. Alcé con dificultad mi mano y pude notar que no había forma de que pudiera mantenerla firme ni por un instante; estaba temblando debido al terror y no podría sacudirme aquella sensación en todo lo que quedaba de noche.
Empujé sin ganas mis piernas hacia un lado de la cama y el frío del piso me hizo sentir un poco peor si es que era posible. Contando hasta tres, me obligué a enderezarme y a pararme, no sin antes tener que aferrarme al ropero pues casi me caigo en el proceso. Mis piernas se sentían como hechas de gelatina, incapaces de poder soportar mi peso.
Arrastrándome por los pasillos llegué a fuerza de voluntad hasta la cocina donde prendí la luz principal y me dediqué a hacerme un té. Precisaba tomar algo caliente si quería sentirme al menos un poco mejor. ¿Por qué no podía recordar del todo la pesadilla? Nada de eso me había pasado antes, ya que siempre recordaba lo que fuese causante de mi terror; aunque claro estaba, las reglas podían modificarse desde el momento en que nunca había sentido esa clase de pánico antes. ¿Qué demonios estaba mal conmigo?
Ya para las cinco y media de la madrugada, llegué a resignarme y asumir que no volvería a tener sueño. Incapaz de quedarme quieta y tranquila, saqué de las maletas que todavía no había desarmado un poco de ropa deportiva y apronté una botella de agua para salir a caminar. Tenía tanta energía encima que si no me la sacaba de encima de alguna forma me volvería loca.
El lago y sus alrededores se encontraban siendo víctimas de una gran y espesa neblina que no permitía ver más allá de dos metros. El cielo todavía estaba oscuro, pero poco a poco el sol se iba haciendo presente logrando así, que el firmamento fuese cambiando de colores, lento pero con certeza. Unos minutos después, ya estando dentro del pueblo, pude notar que varias personas estaban haciendo ejercicio como yo. Sus rostros se encontraban iluminados con felicidad y me saludaban con alegría apenas notaban mi presencia en las cercanías.
Caminando rápido pude notar que pronto mis sentidos se relajaban un poco llegando casi a su estado natural. Me llenaba de impotencia no poder desprenderme de esa sensación molesta y un pensamiento latente en mi subconsciente comenzó a ocupar cada neurona de mi cerebelo. Estaba tan concentrada en remarcar mi ineptitud en discernir una pesadilla de la vida real que cuando me choqué con el hospital del pueblo quedé paralizada por la sorpresa. ¿En qué momento había decidido ir hasta allí?
Resignada y aceptando el hecho de que ya poco tenía que decir sobre las cosas que me iban pasando, me limité a entrar y preguntar en qué lugar se encontraba Aaron Flick. La enfermera de la recepción me reconoció como la que lo había encontrado y me acompañó hasta su habitación, no antes sin pedirme que me quedara en silencio para dejar que el pobre chico siguiera durmiendo un poco más.
Me senté en una de las sillas que habían sido predispuestas para los visitantes y lo único que fui capaz de hacer fue mirar con tristeza al chico que postrado aún dormía. Su tez más pálida que lo normal y su expresión de suma tristeza me hicieron sentir pésimo. ¿Y qué pasaba si en verdad me había equivocado? ¿Qué pasaba si el chico estaba mejor muerto que viviendo de aquella forma? —esos fueron los primeros reproches que se me vinieron a la cabeza—, pero cuando noté que del otro lado de la cama se encontraba un anciano reposando incómodo sobre otra silla, me di cuenta de que no podía haber estado tan mal mi reacción. Aaron era todo lo que le quedaba a ese pobre hombre y él todavía merecía la chance de hacer lo correcto para su nieto.
Volviendo mi atención al más joven del cuarto, me quedé estática cuando noté que el chico despertó aterrado... ¿de verme allí? Sus ojos se encontraban abiertos en su mayor capacidad y el pánico que destilaban se me hizo muy familiar pues yo misma lo había experimentado horas antes. Ahora, ¿por qué se encontraba él en semejante estado de alerta como para despertarse aterrado a fijarse quién estaba allí? Mi instinto me dijo, con seguridad, que algo no andaba bien.
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A la esquina del fin del mundo
Mystery / ThrillerMegan decide escapar de su entorno cuando su prometido la engaña. Buscando sanar, llega a Cloverwood, un lugar en donde debe lidiar con otro tipo de problemas y no morir en el intento. *** Megan Pond se vio obligada a decirle adiós a su final de cue...