Cuatro castañas

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El salón de Nanami, alguna vez bullicioso y repleto de comensales listos para degustar lo que el hechicero hubiese cocinado, estaba ahora vacío y parecía aún más grande. Sus paredes, despojadas de las fotos y pinturas, se veían más blancas que de costumbre y las grandes ventanas, sin persianas, dejaba entrar el sol de media tarde, el que se reflejaba sobre las últimas cajas, llenas de libros y memorabilia.

Satoru, aburrido de acarrear cosas, apoyó su pesado cuerpo en el rellano de la puerta. Observó el hermoso jardín de Nanami, lleno de plantas tropicales y de coloridas flores e inspiró el fresco aire campestre.

—¿Seguro que quieres volver a Tokio? —preguntó Satoru, mientras dibujaba hongos en la ventana —. Última oportunidad para arrepentirse.

—¡Satoru! —exclamó Suguru, sacándose la mascarilla que estaba utilizando para protegerse del polvo —¡No seas desubicado!  ¡Acaba de comprometerse!

—Déjalo, Suguru —dijo Nanami, en un tono excesivamente despreocupado que no solía utilizar—. Supongo que entonces no le molestará que trate de convencerte de que dejes su manshon y te quedes tú y las chicas con esta casa. Quizás hasta Megumi decida volver, ya sabes, sin Gojo...

Satoru rio y le sacó la lengua a su colega, mientras observaba a Suguru amarrarse el pelo y sonreírle de manera cómplice a su amigo. Primero pasaba sus finos y elegantes dedos por todo el largo de su cabellera, para luego tomarlo suavemente con su mano, enrollar una parte de el en un pequeño bollo y finalmente pasar la cinta en un movimiento zigzag que Satoru ya conocía de memoria. Dios, como amaba ese pelo. No, como amaba al portador de ese pelo.

—¿Se te perdió algo? —le preguntó Suguru, en un tono cariñosamente burlesco, mientras Nanani se reía maliciosamente.

Satoru le guiñó un ojo y, con una mirada excesivamente lasciva, recorrió su cintura y sus caderas, las que se veían notoriamente voluptuosas gracias al delantal que Suguru llevaba puesto. Al terminar su tour visual, le lanzó un beso, cuyo sonido retumbó con fuerza en la habitación vacía.

Suguru enrojeció y le lanzó el plumero.

—Qué vulgar —dijo, coqueto.

—Y eso que no sabes lo que estoy pensando —respondió, en un sensual susurro.

Nanami tosió con fuerza, evidentemente incómodo.

—Creo que eso es todo —señaló, poniendo sus manos en las caderas —. Más vale que salgamos. El tráfico está horrible y Kaori quiere que comamos antes de ordenar las cosas.

Suguru asintió y tomó la última caja. Satoru, curioso, observó la gran monstera que descansaba verde y sola en el vacío salón.

—¿Y ella? —preguntó indicándola.

—Ah, no sé qué hacer con ella, la verdad. Kaori ya tiene tres y creo que no hay espacio para una cuarta.

Gojo se paró y se acercó a la frondosa planta. Miró con atención sus hojas y sus gruesos tallos, los cuales habían crecido saludablemente hasta alcanzar casi un metro y medio. Nanami notó su interés y se paró a su lado, de brazos cruzados, también a observarla. Era una planta espectacular, la verdad.

Sabiendo que quizás se arrepentiría, preguntó:

—¿La quieren? Es suya.

—¡Sí! —exclamó el albino, feliz.

Suguru, quien volvía al salón, negó con la cabeza.

—No, gracias, Nanami. Ya tenemos dos y yo soy el único que se encarga de cuidarlas. No sé si quiero lidiar con una tercera.

Sunshine in a jarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora