A la madre Rusia

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Junio, 2005

El viento helado de Siberia cortaba el aire como si se tratara de una afilada katana, y cada bocanada se sentía como si miles de agujas diminutas perforaran la piel. A Satoru no le desagradaba especialmente el frío y, con su técnica activada de tiempo en tiempo, estaba más que cómodo. Paseaba, indiferente, por el extraño pueblo (mientras esperaba que Masamichi terminara de tomar vodka con el tarotista local), cuando decidió adentrarse en un peculiar callejón. Una rústica casa, casi completamente camuflada por los árboles sin hojas que la rodeaban, cautivó su curiosidad: emanaba energía maldita. Poca, pero no se trataba de las maldiciones que ya habían exorcizado. Esto era algo distinto.

Empujó la puerta de la cabaña sin tocar primero, como si ya esperara que lo invitaran a pasar. El aire en el interior estaba cargado de especias y hierbas secas colgando del techo. Una chimenea crepitaba suavemente al fondo, y la luz del fuego dibujaba sombras inquietantes en las paredes.

—No es muy educado entrar sin ser invitado, Gojo Satoru —dijo una voz áspera desde la penumbra.

Satoru sonrió y se acomodó los lentes de sol, bajándolos un poco para observar mejor. Frente a él, sentada en una silla baja, estaba una anciana, con la piel marcada por arrugas que parecían historias escritas en su rostro. Sus ojos, sin embargo, eran sorprendentemente claros, de un azul que rivalizaba con el cielo invernal afuera e, incluso, con el suyo.

—Lo siento —dijo Satoru, aunque claramente no lo sentía en absoluto—. Pero qué importa, eh. Ya estoy aquí —Se dejó caer en uno de los desgastados sillones del lugar.

La anciana lo observó detenidamente, como si estuviera evaluándolo. Satoru no pudo evitar sentir un ligero escalofrío, una sensación poco común para alguien de su confianza y poder.

—Eres joven, pero llevas el peso de millones de años en tus hombros—dijo ella finalmente, con un tono de voz más suave—. Pero, en tu corazón, el peso de una sola alma.

Satoru arqueó una ceja, ligeramente sorprendido, aunque no lo mostró. A menudo, los ancianos y ancianas intentaban impresionarlo con frases místicas sacadas de calendarios baratos, pero había algo en esta mujer que le hacía prestar más atención de la habitual.

—Estás enamorado, ¿verdad? —continuó la anciana, con una sonrisa.

—¿Perdón? —dijo Satoru, confundido por el repentino cambio de tema—.¿Yo? Ja, como si...

La mujer lo interrumpió soltando una risa leve y condescendiente.

—Sí, tú, el gran Gojo Satoru , que lo sabe todo y lo ve todo, estás perdido cuando se trata de asuntos del corazón. De hecho, estás especialmente perdido en un turbulento oceano de iris purpura.

Satoru sintió un leve calor en las mejillas, lo cual no le ocurría con frecuencia. Instintivamente, su mente se dirigió a Suguru. Claro, siempre estaba Suguru en su cabeza, incluso en los momentos más inesperados. Pero aquello no significaba nada, ¿cierto? Era solo... Suguru. El tipejo que había conocido cuidando al perro de Masamichi. Sí...Suguru. El único manipulador de maldiciones. Suguru...su mejor amigo.

Suguru, el dueño de la puta sonrisa y de la maldita voz que no le dejaban dormir desde la primavera recién pasada.

—No digo que así sea, pero ¿Y qué si lo estoy? —respondió Satoru, en un intento por parecer despreocupado—. Ni que fuera asunto tuyo, vieja —Le batió las manos, como si pudiera echarla de su propia casa —. No sabía que a la parca le gustara el chisme.

La anciana lo observó por unos segundos más antes de levantarse con esfuerzo y caminar hacia una estantería al otro lado de la sala. Con manos temblorosas, sacó un libro grueso y lo depositó sobre la mesa entre ellos, cubierto de polvo y envejecido por los años.

Sunshine in a jarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora