Capítulo 38: Laberinto

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—¡Hagamos un brindis por la felicidad y el éxito!

Cristian salió de la cocina a mil por hora, vibrando ante los aplausos y las risas que estallaban a su alrededor y resonaban en su mente. Todos esos sonidos le llegaban al oído, pero realmente no los escuchaba; pasaban desapercibidos como algo lejano e irreal. No había nada real en ese momento; ni las lágrimas esparcidas, ni su cara ardiendo y temblándole de exasperación, ni la sangre hirviendo en sus venas, ni todo lo que veía. Nada, absolutamente nada.

Subió las escaleras con todo el impulso posible y entró a su dormitorio, buscando su maleta negra detrás de su escritorio y lanzándola al suelo. Abrió su armario de un golpe y empezó a sacar todo lo que veía a toda prisa, metiéndolo en la maleta con las manos temblorosas y el corazón latiéndole hasta reventar una vez más.

Se detuvo en seco cuando sus ojos se clavaron en su cama y no pudo hacer más que asfixiar un grito y salir corriendo hacia las escaleras con la maleta en la mano izquierda, mientras las lágrimas seguían cayendo. No quería pensar, no quería recordar, no quería respirar; respirar y pensar le dolía.

Los sonidos de más gritos y aplausos abrumadores se colaron por su oído y comenzó a dar pasos desesperados hacia adelante. Necesitaba estar a solas lo antes posible, necesitaba estar solo, lejos de todo y de todos. Cruzó el pasillo con escalofriante rapidez y empujó la puerta de la biblioteca, quedándose parado al hacerlo.

Frente a sus ojos había velas esparcidas por el suelo, globos de diferentes formas en todas las paredes, un pastel con un montón de velas sobre una mesa y un cartel con letras enormes y coloridas.

Feliz cumpleaños, Cuti.

Su corazón se rompió otra vez y las agujas calientes siguieron clavándosele con saña hasta hacer trizas cada uno de los pedazos restantes y prenderlos en llamas. Soltó la maleta y se derrumbó en el suelo, apretando los dientes.

No podía soportar un segundo más de eso, no podía más. Que alguien lo ayudase, por el amor de Dios, que alguien viniese y lo ayudase. Que no podía más y no quería aguantarlo, que alguien viniese.

Las lágrimas seguían cayendo y sus mandíbulas crujieron con desesperación, quedándose inmóvil durante los siguientes minutos con sus ojos fijos en su anillo, enterrando las uñas en el suelo, chirriando y clamando en voz baja. Quería gritar con toda su alma, llorar cada palabra que callaba, pero la voz se le atascó y no podía hacer nada más que escuchar el sonido de la aguja de su reloj y mirar el anillo alrededor de su dedo índice.

Ni siquiera fue consciente de cuánto tiempo pasó ahí, echado contra la pared con las lágrimas cayendo, hasta que escuchó unos gritos llamándole y se vio en la calle oscura y ruidosa, rodeado de varias personas.

—El chofer los llevará al aeropuerto y otro los recogerá allá para llevarlos al departamento. Yo estaré viajando mañana para pasarla juntos, ¿sí, cielo?

Sintió cómo lo empujaban hacia el automóvil, le cerraban la puerta contra el oído y el motor arrancaba. Cada una de las mentiras que había mencionado hace un par de horas apareció en su mente y solo pudo apretar los labios.

¿Qué había hecho? ¿Qué demonios había hecho? Le había roto el corazón a la única persona en el mundo que lo había amado y a la única que amaba y amaría. Porque así como podía ser la persona más ridícula y afectuosa del mundo, podía ser el hijo de puta más grande y eso es precisamente lo que había sido.

Justamente cuando había pensado que podía verdaderamente ser feliz y había vuelto a amar con toda su alma, tenía que suceder todo eso. Hace veinticuatro horas, había estado dispuesto a decirlo todo y enfrentarse contra el mundo entero para defender su felicidad y ahora se encontraba ahí, mirando la noche a través de la ventana, haciéndose pedazos poco a poco.

Inocencia Pasional ADAPTACION CUTISONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora