Capítulo VII

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   Una vez más, y sin poder resistirme, lo abracé.

   —Pero dime que lo amas y que estás bien con él.

   Paul se quedó unos minutos en silencio. Reposó su cabeza en mi cuello, sin dejar de abrazarme y yo sin desear soltarlo.

   —No, John... A él jamás lo voy a querer como te amo a ti.

   Mi corazón se agitó con fuerza, causándome una sensación extraña en el comienzo de mi estómago. No quería soltarlo. Quería permanecer así, porque luego de todos esos años en distancia, lo único que deseaba era poder sentir su cuerpo cerca del mío.

   —Pero a él le eres fiel... —sin querer, le recriminé.

   —Tal vez, pero mi corazón sigue siendo tuyo y lo sabes.

   —Paul...

   —¡Estoy siendo honesto! —se separó de mí y se esforzó por reír—. Pero respeto que ya tú no sientas lo mismo por mí.

   Sujeté su mano y la besé muchas veces, tratando de ahogar las ganas de querer besarlo justo en ese instante.

   —Gracias.

   Paul se encogió de hombros.

   —Supongo que de nada.

   Sujeté la taza y di un sorbo de chocolate, que ya se había enfriado un poco. Me encaminé hacia la sala, pidiéndole a Paul que me acompañara.

   Él me siguió, y después de un segundo, ambos estuvimos sentados en el sofá. Paul limpió el último rastro de lágrimas que había en ojos.

   Y fue en ese momento que deseé no sentirnos más triste. A pesar que la nostalgia y la tristeza nos abrazaba, quería que mis momentos con Paul fueran alegres, únicos e irrepetibles.

   Noté que Paul coincidió conmigo cuando, al mirarme, sonrió y bromeó:

   —Mike tiene razón, pareces una señora con ese cabello.

   Me reí, y el ambiente triste comenzó a irse. Aunque sabía que aún el sentimiento quedaba en nuestros corazones, y que no había medicina humana que pudiera eliminarlo para siempre.

   Sólo Dios podía hacer un milagro en nuestras vidas y hacer que un día nos dejáramos de amar.

   Pero Dios era amor.

   —Pero no te lo cortes, ¿eh? —me advirtió—. Se te ve genial.

   Carcajeé.

   —¿Robert sabe lo de tú y yo, verdad?

   —Sí.

   Me apresuré a mirarlo.

   —No me culpes, John, estaba triste y Robert me escuchó —dijo.

   —Oh, Dios... ¿Qué tanto sabe?

   —Todo.

   —¿¡Todo!?

   Asintió, dando un sorbo de chocolate.

   —Pero no te odia... Aunque me pidió que no te viera.

   —¿Y qué haces viéndome?

   —Tenía que darte tu Biblia —se excusó.

   De pronto Paul guió su mano hacia mi pectoral, tocando el crucifijo con sus dedos y mirándome. Sentí un calor en mi rostro, al tiempo que un hormigueo se extendía por la parte baja de mi abdomen.

   «Santísimo, Dios... Hasta su forma de mirarme me hace pecar.»

   —¿Es el mismo?

   —¿El mismo? —pregunté.

Forgive me ➳ McLennonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora