Prólogo

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Dentro de la espesura sepulcral de la noche solamente se podía escuchar el pesado sonido de la lluvia. 

Esa misma lluvia lograba imponerse por la mayoría de sonidos, incluyendo el llanto desconsolado de una niña. En un pequeño pueblo formado por alrededor de diez casas rodeadas por un vasto campo de trigos, se encontraba una taberna. Frente a su puerta trasera, donde conectaba con el corral de los cerdos de uno de los granjeros, la pequeña se hallaba de rodillas, con el rostro apuntando al cielo mientras que lloraba y la lluvia chocaba contra su rostro. 

La ropa mojada y pegada a su piel resultaba insoportable, además de que el frío que padecía era casi una tortura; sin embargo, nada de eso le importaba. Toda su angustia y pena era provocada por otro joven de su misma edad, quien reposaba inerte junto a ella con su pequeña cabeza apoyada en su regazo. La oscuridad no le permitía ver con claridad su rostro, pero ella sabía que estaba mallugado, sangrante e inflamado por la brutal paliza que le habían dado unos minutos atrás. 

Tres hombres de aspecto sombrío y que los superaban ampliamente en altura y fuerza los abordaron cuando los pequeños entraron a la taberna para refugiarse de la lluvia. Ambos tenían el pelo de un rojo llamativo y los ojos celestes casi traslucidos, por lo que la atención fue inevitable. La preciosa niña fue bombardeada con un sinfín de propuestas indecentes y roces descarados que la hicieron quedarse como una estatua por el susto. El muchacho también fue tratado así, pues tenía unos rasgos tan finos y una piel tan bella que los hombres borrachos lo confundieron con una niña. Su voz infantil tampoco ayudó, pero al final se dieron cuenta de su verdadera naturaleza y no dudaron en hacerlo a un lado a la fuerza, centrando toda su atención en la chiquilla. 

Ella podía notar como su hermano le gritaba que mantuviera la calma. No dejaba de repetirle que todo estaría bien, y que tenía que levantarse para ir con él. Tuvo toda la intención de hacerlo, pero la imagen de aquellos horribles hombres era tan imponente que no fue capaz de hacer nada más que quedarse allí, pálida y quieta mientras que ellos no dudaban en aprovechar para tocarla. 

Esa imagen resultó insoportable para el niño, quien poco a poco iba demostrando su ansiedad. Incluso los pocos clientes que estaban a esas horas bebiendo creyeron que era una situación desagradable y observaban con lástima a los dos hermanos. El chiquillo podía notar sus miradas llenas de angustia y por un instante creyó que recibirían apoyo, sin embargo, pronto notó que, aunque los compadecían, nadie parecía tener la intención de levantarse y hacer algo.

Por un instante quedó helado por la impresión, pero luego apretó los dientes con furia, sintiéndose tonto al esperar que algún miserable ebrio fuera a ayudarlos. Lo había visto cientos de veces; personas que hablaban y hablaban con pena hipócrita sobre las desgracias de los desamparados, preguntándose cómo Dios podía permitir cosas así.

¿Acaso pensaban que por compadecerlos ellos eran mejores? 

Era cierto que esas personas no participaban en esa locura ni tampoco les habían hecho nada malo, pero a los ojos del niño, no eran diferentes de los cerdos que intentaban aprovecharse de su hermana. 

Ella estaba indefensa y sola. Nadie haría nada por protegerla. 

Tantos estímulos comenzaban a nublar su mente. La frustración, impotencia, ira y miedo revoloteaban en su cabeza como una bandada de aves iracundas. No tenía claro cuál debía ser su próximo paso, sin embargo, cuando escuchó un gimoteo ahogado de su hermana, todo lo demás dejó de importarle.

Sus ojos se inyectaron en sangre cuando vio como un hombre posaba su mano sobre el pequeño pecho de su hermana, mientras que otro le acariciaba con rudeza el muslo. Vio el rostro de la niña arrugarse en una mueca de asco, y cuando una lágrima se asomó entre sus párpados, el niño dejó que su frágil calma se convertía en una tormenta. 

Kurogami. Vol# 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora