Antes de que salga el sol, ya estoy listo. Si no puedo dormir, al menos aprovecharé el tiempo. Quizás así mi cuerpo se acostumbre al cambio de horario más rápido. Paso frente a la puerta de la habitación de Sophia y, por un instante, me imagino cómo sería verla descansando, sola, en esa gran cama. Estoy seguro de que si me acostara a su lado, entonces sí podría encontrar algo de paz.
Sacudo ese pensamiento de inmediato y me dirijo hacia la clínica donde está internada Mía. Las calles aún están a oscuras, pero como sucede en todas las grandes ciudades, nunca hay un silencio total. Me cruzo con algunos vehículos en la avenida, y al llegar a la clínica, queda claro que este es un lugar que nunca duerme.
Pregunto por Mía en el mostrador de enfermería, donde una mujer me observa con evidente desgano.
—Este no es horario de visita —dice con voz monótona—, además, solo los familiares pueden entrar a verla.
—Le ruego me disculpe —respondo, suavizando mi tono para intentar romper su barrera—. Soy familiar del esposo de Mía. Viajé toda la noche para estar aquí con ellos. No entraré a verla ahora, solo quiero estar cerca y ofrecerles mi apoyo. Seguro que entiende lo importante que es para la familia.
Me inclino un poco sobre la barra que separa el mostrador, bajando la voz, buscando crear una atmósfera más íntima, casi cómplice, que parece desconcertar un poco a la enfermera. Es un par de años mayor que yo, y puedo ver que mi actitud la descoloca. Aprovecho su titubeo, noto cómo su mirada cambia por un instante.
—No es hora de llamar a mi primo. ¿Me podrías indicar algún lugar donde pueda sentarme y esperar? Solo quiero estar listo cuando él salga y que sienta el apoyo.
Finalmente, su apariencia se suaviza. Sonríe, aunque sea débilmente, y mira a su alrededor antes de hablar.
—La señora Mía está en la habitación 304. Ya no está en urgencias —su tono cambia a uno más compasivo—. Lamentablemente, no habrá mejoría. Solo están asegurándose de que esté lo más cómodo posible... antes de lo inevitable.
Esas palabras me golpean, aunque Noah ya me lo había adelantado. Aún así, escucharlo en voz alta en un lugar tan frío como este, hace que la realidad se sienta más cruda.
—Gracias, valoro mucho tu ayuda —le digo con una sonrisa sincera. La mujer asiente, ahora con una comprensión que no estaba ahí al principio. Quizás necesite más información en los días siguientes, y no está de más tener un contacto aquí. Después de buscar una máquina expendedora, le ofrece una bebida. Un pequeño gesto que garantizará que me recuerde.
Con su ayuda, llegar al piso correcto, fuera del horario de visitas, fue mucho más fácil de lo que esperaba. Noah me había dicho que él se estaba quedando con Mía por las noches, mientras que por las mañanas un familiar de ella lo relevaba para que pudiera descansar y ver a la pequeña Elizabeth.
Empujo la puerta con cuidado, y lo que encuentro es más oscuro de lo que imaginaba. La habitación está casi en penumbra; la única luz proviene de los primeros rayos del amanecer que empiezan a colarse por la ventana. En una repisa cercana veo una cantidad considerable de flores y tarjetas, detalles que me resultan extrañamente incómodos. Siempre he creído que las flores huelen un cementerio. Aunque sé que no todos lo ven de esa manera, me sigue pareciendo fuera de lugar tenerlas aquí.
En la cama blanca alcanzo a distinguir la frágil figura de Mía, su cuerpo delgado conectado a varios monitores que emiten suaves pitidos que indican que sigue con vida. Me acerco lentamente y puedo ver sus labios resecos, y el leve, casi imperceptible, movimiento de su pecho al respirar. A su lado, una mano visiblemente más grande sostiene la suya, como si esa conexión pudiera hacerle saber que no está sola.
Con, suavidad sacudo el hombro de Noah, que se despierta lentamente, parpadeando al reconocerme. Se endereza en la silla, aún algo desorientado como incrédulo ante lo que está ante sus ojos.
—Hola, hermano —le digo en voz baja—. Perdona la demora.
Al sonido de mi voz, suelta con cuidado la mano de Mía y se levanta de la silla para llegar a mi y sin dudarlo nos abrazamos. Hace años no teníamos contacto directo, el teléfono aunque útil, no es suficiente para poder transmitir todo el apoyo y entendiemiento invisible que transmite una mirada directa o el calor del contacto.
Hasta hoy, cuando pensaba en Noah, lo recordaba como alguien lleno de energía, optimista, decidido, con esa chispa que parecía invencible, como si quisiera devorarse el mundo. Pero el hombre que tengo delante ahora es una sombra de ese recuerdo. Está más delgado de lo que jamás lo había visto, y su mirada, antes tan vivaz, ahora está oculta tras profundas ojeras que cuentan la historia de lo tortuoso de estos últimos tiempos.
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El padre de Mía llega casi una hora después. Su saludo es frío, distante, como un reflejo de la relación desgastada que tienen con Noah. Nos sentamos en la cafetería de la clínica, buscando un espacio donde las palabras puedan fluir sin las tensiones de la habitación.
—Vas a salir adelante, hermano —le digo, intentando que mis palabras le sirvan de ancla—. Esto es una mierda, lo sé, pero no tienes que enfrentarlo solo —digo no queriendo dejar que este encuentro lo desmorone y sintiendome como un verdadero hermano mayor ahora.
Noah mantiene la vista fija en la taza de café entre sus manos, usándola para calentar sus dedos fríos, como si de alguna manera ese simple gesto pudiera reconectarlo con la realidad.
—Es como si ya la hubiera perdido —murmura—. Y no sé si tengo la fuerza suficiente para seguir. Todo esto... me está destruyendo.
Mis palabras surgen desde el lugar más sincero de mi ser, deseando que encuentre en ellas algo de consuelo.
—Vas a superarlo. Lo sé porque siempre sobrevivimos a todo, juntos. Y esta vez no será diferente. —planeo apoyarlo así no quiera, pero que se levanta, se levanta— Sobre todo, vas a seguir adelante por tu hija. Ella te necesita, y tú eres su mundo. Eso debería ser suficiente razón para luchar, ¿no crees?
Mientras lo miro, repaso su aspecto deteriorado, notando lo desgastado que está, física y emocionalmente.
— ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que comiste un verdadero desayuno? —le pregunto, medio en broma, intentando aliviar el peso de la conversación, aunque sé que la realidad es mucho más oscura.
Noah esboza una sonrisa cansada, sin convicción, como si la idea de comer algo decente fuera un lujo que no puede permitirse.
—No creo que el bebé me extrañe mucho —dice, su tono cargado de una amargura que no esperaba—. La hermana de Mía puede ser insoportable, pero cuida bien de Elizabeth. Está bien... con ella.
Sus palabras me impactan más de lo que esperaba. Nunca hubiera imaginado que Noah estuviera tan desconectado de su propia hija.
— ¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu hija? —pregunto, ya intuyendo que la respuesta será tan dolorosa como todo lo demás.
Noah suspira profundamente, pero no responde de inmediato. La culpa y el cansancio pesan sobre sus hombros, y en ese silencio entiendo que su dolor ha erosionado más en su alma de lo que ninguno de nosotros pudo prever.
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EL CALOR DE SU PIEL
RomanceSebastián Pizano, el mayor de los tres nietos del legendario Juan Alberto Pizano, fundador del poderoso conglomerado Picazza, ha asumido un papel fundamental dentro de su familia: ser el protector que mantiene a sus primos alejados de situaciones co...