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Estado: No suelo decir malas palabras pero siento que la super verga me esta por llevar.










La noche había sido un escape momentáneo para Taehyung, un respiro entre las paredes que lo asfixiaba desde que tenía memoria. Estar con Jimin, Seokjin en la florería había sido un bálsamo para sus preocupaciones, un instante en el que pudo olvidarse de las expectativas, las prohibiciones y el peso del pecado que su familia veía en cada uno de sus pasos todo ese alivio se desmoronaba.

El sonido de la puerta cerrándose resonó por toda la casa, y el frío en el ambiente se volvió insoportable en cuestión de segundos. Sentío el peso de las miradas de sus padres antes de siquiera atreverse a levantar la cabeza. Sabía que algo estaba mal, lo sentía en el aire. Su padre, con el ceño fruncido y los puños apretados, caminó hacia él lentamente, mientras su madre cerraba las cortinas de la sala con un gesto firme, como si estuviera sellando su destino.

—¿Cómo pudiste? —la voz de su padre retumbó por toda la sala, sus ojos encendidos de furia—. ¡Mentir! ¡Mentirnos, a tu propia familia! Es el peor pecado que puedes cometer.

Taehyung apenas podía levantar la vista. Las palabras de su padre lo golpeaba como dardos, pero era su madre quien lo hacía sentirse más pequeño, más frágil. Su rostro no mostraba enojo, sino decepción profunda, como si ver a su hijo rebelarse contra los principios que habían inculcado fuera una traición irreparable.

—Te lo advertimos, Taehyung —la voz de su madre era fría, dura—. Esas amistades... ese Park y ese Seokjin te están afectando. Están enfermando tu mente. Mira lo que te han hecho hacer, irte en la noche a ese lugar... Esto por tu bien, hijo.

Taehyung sintió el peso de sus palabras sobre sus hombros. Estaba a punto de protestar, de defender a sus los que podrían ser sus amigos, pero las palabras se le atoraron en la garganta. No habría cambio en la reacción de sus padres, no si él decía algo. Lo sabían todo, lo que había hecho, con quién había estado. No había forma de justificarlo.

—Arrodíllate —ordenó su madre, la dureza en su voz no era nueva, pero esta vez la sentía más implacable que nunca.

Él titubeó, su mente se debatía entre la obediencia ciega que lo había mantenido a salvo hasta ahora y el deseo de resistirse, de gritar que no había hecho nada malo. Pero la mirada de su padre fue suficiente para hundirlo en el suelo, con las rodillas clavándose en el frío de las baldosas.

—Quítate la camisa —agregó su madre, acercándose con una correa de cuero en la mano.

Taehyung tragó saliva, su corazón retumbaba con fuerza. Los latidos eran un eco en sus oídos, más fuerte que cualquier otro sonido. El chico obedeció, sintiendo sus manos temblar mientras desabotonaba la camisa lentamente, como si en ese proceso pudiese ganar unos segundos más de tregua. Pero no había escape. El frío de la noche se colaba en su piel desnuda cuando la camisa cayó al suelo.

—Esto es por tu bien, Taehyung —su madre se agachó junto a él, y aunque su tono seguía siendo rígido, la piedad brillaba en sus ojos—. El pecado debe ser purgado.

El primer golpe resonó en toda la casa. El cuero se estampó contra su espalda con un sonido seco y cruel. Taehyung apretó los dientes, pero no pudo evitar el gemido que escapó de su garganta. El dolor quemaba como una hoguera encendida, el ardor se propagaba por toda su espalda, cada nervio encendido como si fuera a estallar.

Otro golpe. Y otro.

Quería llorar, gritar, escapar. Pero estaba atrapado. No solo físicamente en esa casa, sino atrapado en sus creencias, en sus expectativas, en su versión distorsionada del amor y la rectitud.

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