Capítulo 18-1

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Sofia

Cuando llegamos a la casa, bajé del auto de un portazo. Estaba furiosa, tanto que mis manos temblaban. Necesitaba estar sola, alejarme de Bruno antes de decirle todo lo que pensaba, y no quería que Dante fuera testigo de eso. Sin siquiera mirarlo, me dirigí directo a mi habitación, los pasos resonando en el silencio de la casa.

Al entrar, sentí el peso de mi enojo aún cargado en los hombros, así que decidí darme un baño para despejarme. Llené la bañera y me sumergí en el agua caliente, dejando que el vapor envolviera mis pensamientos y calmara mi piel. Me tomé mi tiempo, cerré los ojos y me forcé a respirar hondo. Cuando finalmente salí, ya más tranquila, me puse mi pijama más cómodo, uno suave y familiar, y me senté en el tocador para secarme el pelo. Mientras el calor del secador hacía su trabajo, comencé a sentirme más liviana, casi como si todo el mal humor se fuera evaporando con cada ráfaga de aire.

Pero entonces, escuché un golpe suave en la puerta, interrumpiendo ese momento de paz.

—Adelante —grité con voz calmada, sin levantarme.

La puerta se abrió lentamente, y vi a Dante asomarse tímidamente, con la cabeza baja y las manos ocultas detrás de su espalda. Había algo en su postura que inmediatamente me hizo ponerme en alerta. Dejé el secador a un lado, me levanté y me acerqué a él, agachándome para quedar a su altura.

—¿Qué pasó, Dante? —le pregunté en un tono suave, buscando sus ojos con los míos.

En cuanto nuestras miradas se encontraron, Dante rompió en llanto y se lanzó a mis brazos con fuerza.

—Perdón, mami. No quiero que estés enojada —sollozó, aferrándose a mi cuello como si temiera que me fuera a desvanecer.

Sentí cómo mi corazón se quebraba con cada una de sus palabras. Acaricié su pelo con suavidad, buscando calmarlo.

—A mí tampoco me gusta estar enojada, Dante —le dije, intentando mantener la voz firme—, pero no podés tratar así a los hombres que se me acerquen, menos si son amigos de mamá, ¿sí?

Dante sacó la cabeza de mi cuello, sus mejillas empapadas de lágrimas. Con sus manitos se limpió torpemente el rostro, intentando mantener la compostura.

—Es que... no quiero que nadie te lleve de mi lado —dijo, apenas en un susurro, como si confesara su mayor miedo.

Mis ojos se llenaron de lágrimas al escucharlo, y antes de que pudieran caer, sostuve su carita entre mis manos, obligándolo a mirarme.

—Nadie, pero nadie —dije con firmeza—, va a sacarte de mi lado. Sos mi hijo, y eso es para siempre.

Lo abracé fuerte y le besé el cabello. Su pequeño cuerpo se relajó al escuchar mis palabras, y, cuando lo miré de nuevo, tenía una sonrisa tímida en los labios.

—¿Puedo dormir con vos? —preguntó en voz baja, como si temiera mi respuesta.

Le devolví la sonrisa.

—Por supuesto, cielo. Vení.

Lo alcé y lo llevé hasta mi cama. Lo acomodé en el centro y me acosté a su lado, dándole un beso en la cabeza, pensando que ese pequeño momento nos traería algo de paz.

—Mami... —dijo de pronto, como si algo importante lo estuviera rondando desde hace rato.

—¿Sí?

—¿Puede papá dormir con nosotros? —preguntó, con la misma inocencia de siempre. Mi cuerpo se tensó inmediatamente, y supe en ese instante que no iba a poder negarme. Aunque lo último que quería en ese momento era ver a Bruno.

Dulce MentiraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora