La Muerte de Milagros Claire

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I

La tarde caía suavemente sobre el tranquilo vecindario, mientras La tía Isabel se acercaba a su casa, con el aire fresco acariciando su rostro. Había pasado el día visitando la tumba de su difunta hermana Clara, un ritual que había hecho parte de su vida desde que la pérdida había dejado un vacío en su corazón. Cada vez que se sentía abrumada por la nostalgia, se encontraba entre las flores frescas y el silencio reverente del cementerio, donde podía recordar y llorar a sus anchas.

Al abrir la puerta, se encontró con Lewis, su sobrino, quien la miraba con una mezcla de curiosidad y preocupación. Sabía que su tía no era de las que salían a pasear sin un motivo.

—¿Dónde has estado, tía Isabel? —preguntó, frunciendo el ceño—. He visto que han llegado muchas cartas para el tío Andrew y él no está aquí.

Isabel suspiró, sintiendo el peso de las palabras que debía pronunciar. Sabía que Lewis estaba preocupado por la ausencia del tío Andrew, quien estaba fuera por quién sabe que Razón, pero no quería cargarlo con sus propios pensamientos oscuros.

—Oh, solo di una vuelta, querido —respondió con una voz dulce pero firme—. Necesitaba despejar la mente.

Lewis no estaba del todo convencido, pero la expresión en el rostro de su tía le decía que había más en la historia de lo que ella confesaba. Sin embargo, sabía que a veces las personas, especialmente las que llevaban el peso de una pérdida tan grande, preferían guardarse sus pensamientos más profundos.

La tía Isabel se dirigió a la cocina, buscando la calidez del hogar. A medida que preparaba una taza de té, se permitió unos momentos para reunir sus emociones. Sabía que, aunque intentaba mostrar fortaleza, la ausencia de su hermana la acechaba en cada rincón de la casa. Sin embargo, no quería sumar más preocupaciones a la vida de Lewis.

—¿Te gustaría que preparáramos algo rico para la cena? —sugirió, intentando distraer tanto a su sobrino como a sí misma—. Quizás unas galletas. Sé que te encantan.

Lewis sonrió, y aunque su inquietud no había desaparecido del todo, se dejó llevar por la calidez que emanaba de la cocina. En ese momento, la rutina diaria parecía ofrecer un refugio, un pequeño respiro del dolor que todos llevaban dentro. Isabel sabía que era un paso hacia adelante, aunque el eco de la ausencia de Clara siempre estaría presente, entre las cartas y los recuerdos, pero también entre los sabores y las risas que aún podían compartir.

Lewis, cómo ya lo saben, un joven curioso y algo travieso, había estado pasando los días en la malvada casa de su tío Andrew, un hombre experimentado en la vida, pero que siempre había mantenido sus cosas en orden, casi herméticamente cerradas. Sin embargo, aquella tarde, la curiosidad pudo más que el respeto. Mientras su tía se encontraba en la cocina, Lewis decidió explorar el pequeño despacho que Andrew había tenido por años, una habitación que siempre había estado fuera de límites.

Con el corazón latiendo con fuerza, Lewis comenzó a revisar los cajones del escritorio. Las cartas apiladas estaban casi en perfecto orden, pero había algo en el fondo que lo intrigaba. Se detuvo al encontrar un sobre marcado con el insignia del geriátrico estatal. La escritura era casi ilegible, pero aún así le dio un vistazo a la dirección y la remitente: una enfermera de aquel lugar. Lewis sintió una punzada de ansiedad, pero su curiosidad lo llevó a actuar. Asegurándose de que su tía no apareciera, cuidadosamente rompió el sello y sacó la carta.

Sus ojos se deslizaron por las palabras impresas, que revelaban una noticia devastadora: el geriátrico informaba que su tío Andrew había sido aceptado como residente debido a un diagnóstico de deterioro cognitivo. La noticia era abrumadora. Lewis no podía creer lo que leía. ¿Cómo era posible? Andrew siempre había sido tan fuerte, tan pleno. A medida que las palabras se volvían cada vez más confusas en su mente, la realidad empezó a hundirse en su pecho.

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