Hasta Nunca, MonteLukast

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El sol se filtraba suavemente a través de las ventanas polvorientas, tiñendo las paredes de la casa con un cálido resplandor dorado, a pesar de la tristeza que impregnaba el aire. Cada rincón recordaba risas pasadas, momentos compartidos, sueños construidos. Pero hoy, esa euforia se desvanecía, ahogada por una realidad implacable.

El ruido de las cajas al ser empaquetadas resonaba como un eco de despedida, cada golpe un recordatorio del tiempo que se había ido. La cocina, una vez llena de aromas deliciosos y conversaciones animadas, ahora yacía en silencio, con los utensilios guardados en un olvido forzado. La mesa, donde se celebraban los cumpleaños y las reuniones familiares, se veía triste y desolada, con las sillas alineadas como espectadoras del final de una era.

Al caminar por el pasillo, las fotografías en las paredes contaban historias de una vida vibrante; las risas congeladas en el tiempo hablaban de alegrías que alguna vez parecieron infinitas. Los rostros de seres queridos sonreían desde los marcos, ajenos a la angustia que invadía el corazón del que se detenía a observar. Esa casa, que un día había sido un refugio, ahora se convertía en un amado recuerdo a puntito de desvanecerse.

La sensación de desamparo envolvía cada paso. La idea de que todo lo construido se iba a deshacer, que en pocos días otra persona podría llenar esos espacios con su propia vida, era aplastante. La tristeza se convertía en un peso, difícil de llevar, como si la casa misma lamentara su inminente despedida.

Las lágrimas brotaban involuntarias al recordar los pequeños momentos: el calor del hogar en las frías noches de invierno, las fiestas improvisadas en el jardín, el sonido del viento susurando entre los árboles que rodeaban la propiedad. Cada rincón olía a hogar, a pertenencia, y ahora todo eso estaba a punto de pasar a ser solo un susurro en la memoria.

Finalmente, al salir por la puerta, un último vistazo se tornó inevitable. La fachada, aunque desgastada, guardaba la esencia de todo lo que había sido. La certeza de que la vida seguiría, pero que nunca volvería a ser igual, calaba hondo. Se cerró la puerta, pero no solo a la casa, sino a un capítulo entero de su vida. Y con ese gesto, un adiós que dolía, se sentía el eco de la tristeza resonar en cada paso que se alejaba, dejando atrás no solo paredes, sino una parte del alma.

—Adios, MonteLukast — expresó con resignación la Tía Isabel — Me hubiera gustado llevarme buenos recuerdos de esta hermoso Lugar, Pero fue al revés.

Lewis se acomodó en el asiento del auto, el zumbido del motor lleno de un extraño silencio que parecía pesar en el aire. A su alrededor, las maletas estaban cuidadosamente apiladas en el maletero, cada una conteniendo fragmentos de su vida en MonteLukast. Con el rostro apoyado contra la ventana, contempló el paisaje que se deslizaba lentamente, mezclándose en una mezcla de colores nostálgicos; el cielo se tornaba naranja y rosa, como si el ocaso quisiera recordar a Lewis lo que estaba dejando atrás.

La casa del Tío Andrew se alzaba frente a él, imponente y silenciosa. A pesar de la distancia, parecía irradiar una presencia que le resultaba inquietante. Sus muros, una vez robustos y llenos de vida, ahora estaban cubiertos por un manto de hiedra venenosa que se redistribuía por toda la fachada, enredándose en las ventanas roídas y las puertas deterioradas. Lewis sintió un escalofrío recorrerle la espalda; esa hiedra siempre había sido un símbolo de lo oscuro, de lo que acechaba bajo la superficie de lo cotidiano.

Lewis e Isabel habían estado luchando contra la hiedra venenosa durante semanas. Cada vez que pensaban que finalmente habían logrado erradicarla, la planta volvía a surgir con renovada fuerza. Su jardín, que solía ser un lugar de paz y belleza, se había convertido en un campo de batalla en el que cada corte de sus tijeras, cada tirón con guantes resistentes, parecía ser inútil.

A medida que el sol se alzaba en el cielo, iluminando las hojas brillantes de la hiedra, Lewis se preguntaba cómo una planta tan pequeña podía poseer tal tenacidad. Recientemente, habían tomado la decisión de cortarla en una tarde, convencidos de que esta vez sería la última. Con esfuerzo, habían arrastrado la hiedra hasta el borde del jardín, donde habían acumulado montones verdes que se retorcían y crujían bajo el peso de las tijeras. Sin embargo, al día siguiente, allí estaba de nuevo, brotes recientes asomando entre la tierra, como si se burlaran de su esfuerzo.

Isabel, observando con frustración, se agachó para examinar las raíces.

—Debemos desenterrar toda la planta. No podemos dejar que nada quede — dijo, su voz teñida de determinación. Lewis asintió, y juntos se pusieron a cavar, sudando bajo el ardiente sol del verano.

A medida que removían la tierra, se dieron cuenta de que las raíces eran más extensas de lo que habían anticipado. Se entrelazaban con la tierra, como si fueran las venas de un organismo vivo, profundamente arraigadas en el suelo.

—Es como si realmente se aferrara a este lugar — musitó Isabel, admirando la resistencia de la planta a pesar de su naturaleza dañina.

Una vez que finalmente creyeron haberlas eliminado todas, se sentaron exhaustos, sintiéndose victoriosos. Pero, al mirar hacia el lugar donde habían trabajado tan duro, una sombra de duda se cernió sobre ellos. La hiedra siempre tenía una forma de regresar, y a pesar de sus esfuerzos, sabían que el ciclo podría repetirse. La naturaleza seguía su propio camino, indiferente a su lucha.

Unos días más tarde, mientras regaban las plantas cercanas, Lewis notó un pequeño brote asomando a través de la tierra en el mismo lugar donde habían trabajado. Era persistente, como un recordatorio de que a veces, los esfuerzos más decididos no eran suficientes para erradicar lo que la naturaleza había decidido establecer. Isabel se detuvo al ver el brote, y ambos se miraron, reconociendo que la batalla contra la hiedra venenosa no era solo una cuestión de cortar y desenterrar, sino una lección sobre la resistencia de la vida misma. Era, al fin y al cabo, un recordatorio de que hay cosas que, por más que intentemos, pueden nunca ser completamente erradicadas.

Mientras miraba cómo las enredaderas se encaramaban con feroz determinación sobre la piedra, una reflexión oscura surcó su mente.

—El mal nunca muere — pensó. Era una declaración que resonaba con algo profundo en su interior, como si la hiedra misma estuviese reclamando el espacio que una vez había dominado, riendo en silencio mientras lo hacía. A pesar de su partida, esos ecos del pasado nunca se desvanecerían completamente. La naturaleza, con su indomable fuerza, demostraba que incluso aquellos lugares que se creían superados podían revivir los horrores que habían marcado su historia.

Con un suspiro, Lewis apartó la mirada de la casa, atrapado entre la necesidad de huir y el peso de lo que estaba dejando atrás. Sabía que su viaje lo llevaría a nuevos horizontes, tal vez a un lugar donde el sol brillara más intensamente y el aire fuese más fresco, pero en su pecho llevaba una inquietud que no se marchaba. La hiedra venenosa seguía creciendo, reclamando su dominio, y con ella, la certeza de que algunas sombras nunca se alejan del todo.

Pasados unos minutos, la tía Isabel subió al auto, y miró a Lewis para decirle algo con una interjección algo inesperada.

—Bueno querido, después de todo no tuvimos que pagar la hipoteca.

Maldita FamiliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora