23|Si pudiera ver el futuro

1 0 0
                                    


A veces cometía el error de pensar que el mundo se detendría cuando ya no estuviera, que sería irreemplazable para aquellos que hoy me rodean. Podía escuchar sus lamentos por las noches, imaginarme lo vacía que serían sus vidas sin mí. Pero asimilar la realidad es muy duro: la vida continua. Habrá quienes sufran el día de mi partida, quienes crean que no pueden continuar o aquellos que pierdan las ganas de seguir adelante, sin embargo, al final se van a recuperar. Lo harán porque es inevitable que la vida siga su curso. El mejor ejemplo de eso lo podía dar yo.

Pero si tan solo estoy de paso, ¿por qué me preocupo tanto por cosas que a largo plazo no tienen importancia? Se supone que debo vivir la vida como una sola y no dejar que se escape mientras espero el momento correcto, mientras analizo mejor las cosas o ruego por que los planetas se alineen. ¿No debería ser así? Al final dejaré un vacío que será ocupado por otros, así que, ¿por qué me prohíbo vivir cuando por obra del destino se me presentó el turno?

Siempre quise saber el futuro. De tener ese poder viajaría unos años más adelante, ansioso por descubrir si al final dejé las huellas por las que tanto he trabajado. Querría ver si fui capaz de dejar un legado positivo en los que me sobreviven, y si aquello les dejó la valiosa lección de que aunque el mundo siga su curso, somos capaces de dejar huellas inspiradoras.

Mi sueño sería poder ver el futuro, algo imposible para un simple mortal como yo.

Desde que llegué a dominicana dos años atrás, jamás volví a recorrer la avenida Las Américas. Tan solo ver los enormes barcos de carga y pesqueros, no hacía más que remontarme a la época en la que era verdaderamente feliz. A un hogar donde no había mentiras y dónde cualquiera podría ir a refugiarse, tanto familia como extraños.

El mar conociendo sus límites, pero con su incesante vaivén, hacía chocar sus olas contra las enormes piedras que en algún momento de mi vida me dieron tanto miedo. Las palmas y la hierba limpia de toda la orilla me transportaba al mismísimo paraíso en la tierra. Y, por si fuera poco, iba escuchando mi mysterious folk playlist de canciones que me hacían encontrar mi lugar seguro dentro de mí mismo. Ese momento tan simple fue maravilloso, recordando en todo momento cómo era recorrer esa avenida en el famoso descapotable color rojo.

Bajé del Uber y, por primera vez en mucho tiempo, sentí el golpe bajo de la nostalgia. Eso fue poner un pie en la calle recién asfaltada y que vinieran a mí de manera salvaje todo tipo de recuerdos y memorias. Ver el característico bar de la esquina, dónde muchos años atrás estaba el local que mi madre quería comprar para los talleres de música, me confirmó que aquella tarde se sentía como un triste viaje en el tiempo.

Bajo la atenta mirada de muchos que me reconocían pero que no se atrevían a hablarme como si fuese un forajido, caminé unos veinte metros más con mi estuche ajustado a la espalda y con el corazón en la mano. Estaba nervioso, pues pensaba que todo el que me miraba recordaba o estaba atento a mi desastrosa presentación de la semana pasada. Creí que todos y cada uno de ellos en secreto me juzgaba.

En la esquina logré ver el colmado de doña Nena, y al frente mientras desgranaba guandules estaba la susodicha, aquella señora cascarrabias a la que obligatoriamente debía ir a comprarle por ser amiga de mi mamá, y la única que vendía los volcanes de mermelada de guayaba. Todo parecía estar como lo dejé diez años atrás. Nada cambió.

—¡Santi! ¡Por Dios, es Santi!

—Hola, Nena. Yo también me alegro mucho de verla —respondí ante el sofocante abrazo.

Estaba en los huesos y con su acostumbrada falda larga; el tiempo pareció no haber pasado sobre ella.

—¡Yadira, pero ven a ver quién está aquí! —gritó a la vecina del frente, que había salido de su casa por el escándalo.

Anhelos de un corazón rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora