La falta de enfoque me hacía perder de vista mis prioridades. Esa siempre fue una de mis fobias, pero como siempre hay momentos en los que por más que quiera no puedo controlar cómo me siento, estaba atravesando unos días llenos de estrés y oscuridad mental.
Miré desde la cocina el planner anual que tenía sobre la mesa del mueble y medité en las cosas que iba a plasmar en él. Nunca me fue difícil tener objetivos claros, por lo que era entendible que ante la duda me encontrara alarmado, sin rumbo. Eran muchas las actividades que tenía programadas para el año, entre ellas presentaciones en importantes eventos. Hasta ahí todo estaba claro; el asunto se comenzaba a complicar cuando Virgilio me enviaba propuestas de artistas urbanos, y varias de mis composiciones seguían en los primeros puestos en tendencia en las redes sociales más relevantes. Eso era bueno, por supuesto que sí, pero me obligaba a seguir componiendo piezas llenas de drama para seguir aprovechando el auge.
Tener muchas propuestas estaba bien, ya que, por decirlo de una manera, me convertía en un afortunado. Siempre fui consciente de que nací bajo un seno privilegiado, y que por más que se esfuercen, muchos no son capaces de conseguir ni siquiera una décima parte de las comodidades con las que nací. Pero en el momento que mis responsabilidades se volvían tantas que no podía ni con mi propia vida, todo carecía de sentido para mí. Por tal razón quería para ese año nuevas metas por alcanzar, algunas a nivel personal y otras en el ámbito social. Quería viajar más, conocer gente y, por qué no, enamorarme. Pero tenía que buscar el equilibrio si quería atender todos esos asuntos, y una vez encontrado, comenzar por algo.
Me senté y se me ocurrió la más brillante de las ideas. Fui corriendo por los cascos y al volver al mueble me puse nada más y nada menos que un vídeo de media hora. ¿Un podcast? ¿Las composiciones de mi madre? ¿Consejos de gurús de Internet? No, no y no. Fui directo a uno de esos vídeos en los que Alejandra tocaba sin más. Algo tan simple como eso. Creí que la razón por la que me había ensañado con su música era por lo fácil que lo hacía ver. Y como alguien que había estudiado desde los tres años, podía decir a boca llena que ella no se sentaba a programar lo que iba a tocar.
Me la imaginé libre, en su largo viaje en carretera y, al final, sentarse para comenzar a fluir. ¿Valdría la pena tal viaje? ¿Podré algún día experimentar tal nivel de libertad? Aunque, ¿tocaba yo por compromiso? No, sin duda que no. Amaba mi trabajo, los conciertos, la gente..., pero si era así, ¿por qué dudaba?
Me levanté de prisa con el planner en la mano mientras seguía el ritmo de Alejandra con el lápiz. ¡Tantas metas y sueños; tan poco tiempo!
—El dos mil veintidós promete, Javier.
Me quité los lentes y la miré. Según se flexibilizaron las restricciones a ella se le notaba más feliz y positiva, aunque claro, su trabajo no era algo que pudiera hacer a la distancia.
—¿Alguna propuesta?
Se dio vuelta y me miró, coqueta, mientras intentaba atarse su largo cabello en una cola.
—Ya, dilo —insistí.
—No estoy obligada.
Se quitó las zapatillas y corrió hasta trancarse en su habitación. Como todo buen hijo sobreprotector la esperé en el marco de la puerta, hasta que salió tal y como lo sospeché: descalza y con un abrigo oversize que le llegaba a las rodillas, y lo peor de todo es que no era de los míos.
—Tienes días actuando como una adolescente en plena pubertad.
—¿Y no puedo? —preguntó con la boca llena de fresas.
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Anhelos de un corazón roto
RastgeleSer humanos es un desafío. De niños anhelamos crecer y ver materializados los sueños que nuestra mente inocente era capaz de crear. Pero a la hora de la verdad, en la cruel realidad en la que vivimos, experimentamos de primera mano que no siempre ga...