8|Lágrimas silenciosas

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Amábamos los domingos porque era el día que ocupábamos para hacer actividades en familia y ponernos en sintonía. Mi padre siempre nos sacaba a cenar, y cuando no podía hacerlo, simplemente nos quedábamos en casa, haciendo parrilladas y hablando hasta la madrugada. Nuestra vida era buena, pero si algo aprendí con el pasar de los años es que hasta en las familias más tranquilas hay miedo, prejuicios, abusos de poder y rebeldía.

Cuando tenía quince, cierta mañana desperté y escuché un escándalo en la sala. Me enteré de que mi hermana había escapado con un novio de la universidad. Toda la familia estaba al borde de la locura, hasta que dos días después ella llamó y aseguró estar bien. Lourdes tenía veinte años para ese entonces. Recuerdo que se planeó ir a buscarle a la casa en la que estaba viviendo, y yo, niño al fin, viví esos momentos como si estuviera dentro de una película de acción, en la que debía ir a salvar a mi hermana de su secuestrador. Al final no me permitieron ir, pero después me enteré de que cuando llegaron allá, ella ni siquiera les abrió la puerta. Supuestamente les gritó que allí «era feliz», y yo no hice más que preguntarme cómo alguien no podría serlo en nuestra casa.

Nuestras vidas daban tantas vueltas que meses después mi madre cumplió su sueño de convertirse en directora de orquesta. Pero no todo era color de rosa, pues mientras más tiempo ella pasaba en el teatro y la escuela de música, menos atención le dedicaba a mi padre. Los vi convertirse en extraños que vivían bajo el mismo techo, y de todo lo que viví de pequeño ya no había rastro. Crecí culpando a Lourdes, porque de una manera u otra no asimilaba que una de las reglas de la vida era la de dejar nuestro hogar para construir uno propio. Su ausencia fue significativa, y lo que para ella era un triunfo, para mí una maldición.

Nuestra casa ya no era la misma; de alguna manera solo éramos mi madre y yo. Éramos los únicos que manteníamos las tradiciones, los que organizábamos los juntes familiares, y más triste aún, los únicos que se apoyaban entre sí. Los años pasaron y yo me convertí en todo para ella, y ella en todo para mí. Pasamos de ser madre e hijo, a músicos y colegas. Impartimos talleres y tocábamos en restaurantes y ceremonias privadas, y en los días que más locos nos encontrábamos, tocábamos hasta en la calle. Todo el mundo nos conocía y admiraba. Sin duda alguna, ante la mirada de los demás parecía que estábamos en nuestro mejor momento, pero solo nosotros dos sabíamos la carga emocional que teníamos. Porque el dinero estaba ahí, pero le faltaban piezas importantes a nuestro rompecabezas; la felicidad y sonrisas que irradiábamos en las entrevistas no eran verdaderas.

—Santiago, despierta —llamó Luan.

Abrí los ojos al sentir el resplandor que se coló por la ventana.

—¿Qué hora es?

Lo vi ladear una sonrisa triste, por lo que tomé el celular para percatarme de la hora y algo más.


1:43pm

DO., 31 DE DICIEMBRE


Luan extendió la mano y yo la tomé. Cuando logré levantarme me fundió en un gran abrazo.

—No estás solo. Recuerda que somos tú y yo contra el mundo.

Me aparté y le di un leve puñetazo en el hombro.

—Pocas cosas tengo claras en esta vida, y tu lealtad es una de ellas.

—¡Venga, vamos a comer algo!

Me causó gracia su expresión durante todo el almuerzo. En su cara se notaba a leguas que quería decir algo, pero no encontraba qué. Y era raro que le pasara eso. Luan tenía el don de tener una respuesta o consejo para todo, aunque nadie se lo pidiera.

Anhelos de un corazón rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora