En mi habitación tenía dos enormes pizarras de corcho. Fue un hábito que adquirí de mi madre, pero que no comencé a implementar en mi vida hasta después de su muerte. En una de ellas tenía mi planificación mensual, porque me gustaba manejar todos mis tiempos y que nada se me escapara. Ese método de organización me permitía tener más claras mis responsabilidades y, al verlas una y otra vez, de una forma u otra se me ocurrían grandes ideas.
Pero había veces en las que me preguntaba, ¿de qué sirve tener tanta inteligencia en una cabeza descompuesta?
No me servía de nada ser el mejor de la clase, o el violinista más destacado de esta media isla y otros rincones más allá; no importaba cuántos premios o reconocimientos ganara, o si multitudes aclamaban mi nombre cada vez que me veían en los escenarios. Nada, absolutamente nada de eso importaba si dentro de mi cabeza las cosas no funcionaban como debería.
De manera inconsciente llevé mi mirada a la otra pizarra. Esa era la de la esquina, puesta estratégicamente ahí para que, al abrir la puerta, nadie la viera. Me acerqué a paso lento y miré con detenimiento cada foto, conjunto de letras y detalles. Solía recortar cada artículo de periódico o foto que se publicara de ella. Las pegaba todas en mi pizarra con el objetivo de que no se me olvidara nunca quién fue. Sin embargo, había una parte que no podía evitar y que de una forma u otra me llenaba de incomodidad cada vez que la puerta se cerraba. Más que admiración los nuevos artículos reflejaban nostalgia, y las fotos dejaron de estar llenas de vida para volverse grises por el luto, así como mi vida.
De repente, tocaron a la puerta una, dos y tres veces, tan fuerte como para que escuchara desde la habitación. Resignado a que quien fuera no se iba a cansar, sacudí la cabeza y abrí un poco, lo suficiente para ver a la chica que frente a mí me ofrecía unas galletas, tratando de disimular que en su mano derecha llevaba un bastón.
—¿Alé?
En el momento que mencioné su nombre se quebró. Entró con el rostro empapado de lágrimas y se abalanzó hacia mí después de poner las galletas en la credenza.
No supe qué decir, estaba en shock. Tenía semanas sin verla, y de repente se apareció en casa con un bastón.
—¿Qué te han hecho?
La tomé con fuerza de la cintura y cargada la llevé a mi habitación. Creí que cerrando la puerta detrás de nosotros ya nadie nos escucharía, y que tal vez con algo de suerte podríamos ponernos al día.
—Me hacías mucha falta.
Sentada en la cama se dedicó a limpiarse las lágrimas con el abrigo que tenía debajo de su vestido de tirantes. Su estado mental era deplorable y yo no sabía qué hacer para ayudarle.
De manera inconsciente llevé mi mirada al bastón en el suelo. Era como si tuviera vida propia y nos hubiera seguido a la habitación. Quería que lo notara, que preguntara por él y me llevara una sorpresa, o que, conociéndola, ella se enojara y se fuera.
—D-e verdad, de verdad te extrañé.
Volví mi mirada hacia ella, mudo. A Alejandra no le gustaban las palabras de consuelo, así que era muy difícil tratar con ella. Cualquier buena acción solía confundirla con lástima.
—Alejandra.
Cuando levantó la mirada noté que se había maquillado. Su rímel corrido y las ojeras le daban la apariencia de estar muerta en vida.
—Nunca me llamas Alejandra —dijo en un susurro.
Asentí, solo eso. Traté de recobrar valor y disimular que mis manos estaban temblando. Era fácil que con ella cualquier pequeña gota derramara su paciencia.
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Anhelos de un corazón roto
De TodoSer humanos es un desafío. De niños anhelamos crecer y ver materializados los sueños que nuestra mente inocente era capaz de crear. Pero a la hora de la verdad, en la cruel realidad en la que vivimos, experimentamos de primera mano que no siempre ga...