Salí de la cueva porque no importaba qué tan planificada tuviera la semana, si no recuperaba el ánimo y la creatividad no tendría las fuerzas para cumplir con la última e importante actividad del año: las temibles audiciones.
Me puse mi perfume más caro y vestido de negro salí a la calle. Los pantalones de vestir siempre fueron un básico, así que tomé una remera negra y doblé las mangas como si ya no fueran lo suficientemente cortas. Por último, anillos dorados en ambas manos, zapatos bien lustrados y pelo bien peinado hacia atrás, aunque siempre terminaba el día con varios mechones en la cara.
Abordé el metro con destino a la Plaza de la Cultura. Para mí no había mejor manera de recuperar la creatividad que visitando un museo de confianza. Allí, en el Museo del Arte Moderno, los guardias, guías y recepcionistas ya me conocían, principalmente porque fue el lugar en el que tuve la oportunidad de hacer mi pasantía.
Aquel edificio me brindaba la oportunidad de sumergirme en otras formas de arte. Sabía sacarles el provecho y encontrar la inspiración detrás de cada uno de ellos. Y, de hecho, aquella composición fantástica que al día de mi visita aún seguía en los primeros puestos de popularidad en las plataformas digitales, fue inspirada por una obra peculiar de uno de los autores dominicanos que allí exponían su arte. Aquello solo era posible gracias a la conexión emocional que era capaz de crear con ciertas obras, porque como me enseñó mi madre desde muy niño «el arte tiene el poder de evocar emociones profundas».
Cuando me paseaba por esos pasillos hambriento de inspiración, no me importaba las miradas que mi violín o estilo se pudieran robar. No era capaz de concentrarme en otra cosa que no fuera la obra y mi cuaderno de apuntes. Al final del día, cuando veía esas hojas llenas de ideas y garabatos, las contemplaba en casa como una composición digna de ser expuesta en un museo.
Al cabo de unas dos horas y cuando ya estaba en el cuarto y último piso, la canción que tenía en mis cascos se detuvo, y al intentar ver la pintura que estaba detrás de la pared, me la encontré a ella.
—¿Alé?
Se dio vuelta y me miró, confundida.
—¿Alé?
—Perdón, es que no pude completar tu nombre.
Relajó su incómoda expresión y la reemplazó por una sonrisa burlona, de esas que requieren que los ojos se cierren con fuerza.
—¿O será que no te acordaste?
Bajé con desdén mis manos y no me dio pena reconocer que me había descubierto.
—No te preocupes, de igual manera me parece muy lindo el apodo..., Alé. —Se dio vuelta para seguir contemplando la obra que tenía al frente— ¿Ahora eres tú el que me persigue? —preguntó sin mirarme.
—Pura casualidad, algo tan simple como eso.
Por el rabillo del ojo la vi negar con la cabeza. No sabía si estaba en lo cierto, pero me dio la impresión de que ambos estábamos fingiendo estar concentrados en la pintura.
—Te equivocas, está lejos de ser una simpleza —contestó al cabo de unos segundos.
Con la mano en el mentón lo pensé un poco, a tal punto de sentir que me estaba ahogando. ¿A qué se refería?
—¿No te apetece salir? —pregunté al final del corto recorrido.
No me dijo nada. Ella tan solo se dio vuelta y me miró con media sonrisa en los labios. Después, la seguí como un tonto hasta afuera, bajo la atenta mirada de todo el que me conocía.
—La vida es un misterio y te diré la razón. —Levanté el dedo índice.
—Te escucho —dijo sin mirar el suelo sobre el que se sentaba.
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Anhelos de un corazón roto
AléatoireSer humanos es un desafío. De niños anhelamos crecer y ver materializados los sueños que nuestra mente inocente era capaz de crear. Pero a la hora de la verdad, en la cruel realidad en la que vivimos, experimentamos de primera mano que no siempre ga...