3| Dale un sentido a tus lágrimas

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Como respuesta al trauma me convertí en un hombre calculador y perfeccionista. En mis momentos de lucidez admito sin temor que llevo años bajo los efectos de una vana ilusión, engañado ante la idea irrealista de tener control absoluto de mi vida y entorno.

Cuando la pandemia nos obligó a estar en confinamiento aproveché el tiempo de la mejor manera y descubrí el que sería mi más grande sueño: hacer resurgir mi amor por mi trabajo. Busqué por meses las vías para hacerlo, hasta que se me ocurrió la menos convencional y la que provocaría que mi representante terminara de perder el cabello. Mi madre hizo suyo el célebre dicho de «si no puedes con el enemigo, únete a él», y yo me apropié de ello cuando decidí que compondría y colaboraría de manera anónima con dembowseros dominicanos, específicamente con los que dominaban el género. También llevaba meses colaborando con un reconocido productor italiano de música techno, actividad que provocaba que casi siempre me encontrara en Europa y fiestas raves.

Fue así como mi música llegó a escucharse en todos los continentes y me hizo vivir distintas vidas. Quien quisiera podía ir a escucharme a los teatros más exclusivos del país, rodeado de lujos; también, a una fiesta rave ilegal en Francia; pero quién no, también podía escuchar fragmentos de mis composiciones en el colmadón de la esquina en Gualey o el Capotillo.

Era un estilo de vida extenuante, uno que a veces me hacía querer desaparecer y dejarlo todo. Pero por obra del destino siempre estaba listo para la lucha, levantándome cada día con las esperanzas puestas en un futuro mejor que se reducía a nada más y nada menos que una vida tranquila.

Como era una «figura pública» tenía poca, por no decir nula privacidad. Por ello, cuando me encontraba en dominicana aprovechaba la media noche, cuando la ciudad estaba dormida y, los que quedaban, estaban tan tomados que no se percataban de mi presencia. Solía frecuentar un pequeño bar de la Zona Colonial, aquel en el que nadie me conocía, o al menos no importaba tanto. Era el único sitio en el que podía ser yo, en el que dejaba florecer mi melancolía sin ser juzgado y donde tocaba lo que me salía del corazón. Eso me hacía sentir bien, y a su vez con la extraña y placentera sensación de poder y control sobre mi vida y acciones, pues para los borrachos de turno no era más que «el violinista de los domingos por las noches».

Me posicioné a la derecha de mi compañero y alineé todo mi cuerpo. Traté de poner mi mejor cara, pero fue imposible disimular. Para esa fecha ya estaba rebosando de dolor y resentimiento, actitudes que corroen el alma y desbaratan sueños y esperanzas. Era consciente del daño que esos sentimientos me hacían, pero no era capaz de reaccionar.

Cerré los ojos y me embarqué al maravilloso viaje que la música era capaz de transportarme. Me entregué en cuerpo y alma al violín, mientras pensaba en mi madre y lo apasionada que era ella cuando tocaba este instrumento. Unas lágrimas silenciosas recorrieron mi rostro, pero en vez de detenerme, aquello me dio más fuerzas. Y por eso amaba la música, porque cuando estaba triste y afligido era cuando mejor tocaba, cuando más perfectas salían esas notas y el violín parecía hablar en vez de chirriar. Y es que cuando me entregaba a él, no importaba nada más en este vacío y efímero mundo.

Abrí los ojos inmediatamente terminé, impresionado por los aplausos que rompieron de manera escandalosa el sepulcral silencio luego de nuestra presentación. Eso era algo que nunca pasaba, un suceso extraño. Por eso me fijé en mi pequeño público habitual, aquel que de una manera u otra era el que mantenía de pie aquel viejo bar, y entre ellos, pude ver a una extraña. Tenía sus ojos clavados en mí, y podría jurar que eran como brasas ardientes, analizándome hasta lo más profundo de mi ser. Parecía como si supiera lo que estaba sintiendo, como si conociera la gran pena que albergaba en mi corazón. En ese momento, tan solo pensar en ello me asustó.

Anhelos de un corazón rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora