16|Levántate e inténtalo

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Fue una tarde de mayo aquella en la que vi por primera vez a Santiago, de esas que están marcadas por las fuertes lluvias torrenciales de la temporada ciclónica. Él cruzó a mi lado, corriendo bajo la lluvia mientras un grupo y yo nos resguardamos frente a una plaza.

Reconocí al instante esa melena, su cuerpo delgado pero tonificado, y aquel estilo gótico y elegante que le caracterizaba. No fue amor a primera vista, pero sí me sentí muy intrigada. Lo primero en lo que pensé fue en seguirle, pero estaba cuidando todos mis cuadros, por lo que perder años de trabajo no fue una opción. Así que esperé, y esperé, hasta que año y medio después no pude contenerme más y lo seguí.

Habían pasado varias semanas desde que sufrí abuso de parte de Diana y su familia. El dolor y la impotencia seguían latentes y ya no tenía dinero para pagar el hotel. Esa noche creí que iba a morir, de hecho, quería hacerlo. No fue hasta que vi a Santiago cruzar como cada domingo a mi lado, pero ese día en particular se dignó a mirar a los lados. Recuerdo que se agachó y le dio un billete al indigente que día tras día rogaba por algo de comer. El hombre, agradecido porque alguien lo había volteado a ver, lo miró con el rostro empapado de lágrimas. Entonces me convencí de que no era tan egocéntrico como alguna vez lo pensé, y me ilusioné con la idea de poder hablar con él.

No me arrepiento de nada de lo que hice esa noche. Conocerlo fue una de las mejores cosas que me pudieron suceder. Pero si alguien me preguntara, esa noche me lo encontré por simple casualidad, y aquella era la historia que le repetía a Santiago cada vez que, como un niño, él me preguntaba en medio de la oscuridad cómo fue que se dio nuestro encuentro.

No era difícil lidiar con él. Es más, el reto en esa amistad era yo. Mis desapariciones, cambios de humor y secretos ya le estaban suponiendo una molestia, por lo que no sabía por qué él y Luan seguían confiando en mí, o por qué se empeñaban en hacerme parte de ellos.

Sabía que su intriga estaba a nada de explotar, tal y como una enorme e inestable burbuja ante el sol. Ya mis historias no le parecían coherentes y no me creía cuando le aseguraba estar bien. Y es que Santiago no era un chico tonto; el error lo cometí yo al subestimarlo.

—Estás muy bonita —dijo Santiago.

Esa noche él y Luan tenían una importante presentación en un restaurante italiano. Era el evento más formal al que había tenido la oportunidad de asistir, pero mi única motivación era encontrar el instante perfecto, aquel que fuera digno de plasmar en mi mejor lienzo.

—¿Te estás burlando de mí?

—¿Te parece que lo hago? —respondió casi al instante, en un susurro apenas audible.

Se me ruborizaron las mejillas cuando lo vi mirar mi escote y, lentamente, bajar hasta la ranura que dejaba al descubierto mi pierna. Aquel vestido de terciopelo era de Priscila, así que en temas de sensualidad no se esperaba menos.

—Ustedes me enferman —escupió Luan desde el asiento del copiloto.

De inmediato Santiago y yo nos apartamos, para darnos cuenta de que ya habíamos llegado al restaurante. Era imponente, cargado de lujo, así como nosotros esa noche.

—Si alguien te pregunta, estás con nosotros —dijo Luan.

—No hará falta. Le he reservado una mesa —respondió Santiago al instante.

Aquella fue una orden muy clara, y la manera en la que lo dijo sin siquiera mirarme, provocaron un torbellino de emociones en mí. Caminábamos entre las mesas como dueños y señores, mientras Santiago se comunicaba mediante señas con no sé quién, hablándole sobre no sé qué...

Sabía del complejo arte del violín lo mismo que él de pintura. Aun así, esa noche tuve el privilegio de deleitarme con su arte junto a decenas de personas. Nadie podía preguntarme qué tal me parecía su ejecución, o sobre su compromiso con los acordes; de lo que sí podía dar testimonio era de su compleja belleza, de su agilidad con su apreciado instrumento.

—¿Novio tuyo? —me preguntó la mujer de la mesa de al lado.

—No, por desgracia es solo mi amigo.

Estrella recibió como legado de su madre el don de la música, la pasión, su instrumento y las ganas de vivir. Era extraño que sacara tiempo para hablar de ella, pero sus expresiones y lamentos recurrentes dejaban en evidencia lo mucho que la extrañaba.

Aurora dejó un vacío muy grande en él, uno que no podía llenar con personas, objetos y logros. Meses atrás creí que me enfrentaría a un niño, uno que ansiaba cariño y validación de otros para sentirse completo. Pero al conocerlo más descubrí que era todo lo contrario. Santiago era independiente, brillante y con cuenta propia. Si te permitía ser parte de su vida era porque así lo quería, no porque lo necesitara. Un ejemplo de ello era Luan, y claro, yo también.

❦❦❦

Marzo. Aún no entendía su afición por que lo acompañaran al trabajo. Me solía llevar de arriba abajo, sosteniéndome de la mano cuando, según él, me estaba ralentizando. En ningún momento lo culpé, pues él aún no era consciente de que poco a poco estaba perdiendo las fuerzas, y que estaba más cerca que nunca el posible día en que todo mi mundo se viniera abajo.

No fui capaz de ponerle un stop, sino todo lo contrario. Nos di riendas sueltas en el momento que acepté ser la invitada de honor a todos sus eventos de lujo, y cuando aquella noche, mientras veíamos Orgullo y Prejuicio en el balcón, él me hizo prometerle que lo llevaría a casa.

—¿Por qué aún no hemos puesto fecha para subir el Pico Duarte?

Lo miré, perpleja, mientras le peinaba el cabello.

—¿Quieres subir conmigo? ¿En serio?

Él levantó la cabeza para poder mirarme a la cara.

—¿Por qué no? Se supone que estamos juntos en esto.

Tenía que entender que ya no éramos simples extraños, que si en realidad quería mantener una distancia prudente entre los dos, en primer lugar no debía siquiera pisar su hogar.

Anhelos de un corazón rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora