Capítulo XV: De Mí Enamórate

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Día a día se convertía en una tortura nueva. Cada mirada, cada toque, cada palabra, cada sentimiento parecía crecer un poco dentro de su ser. No podía negar el latido de su corazón en cualquier momento que su nombre era mencionado, el nombre de ese hombre que le había robado más que el sueño, su corazón.

Y es que nunca lo admitiría, pero había algo en la presencia masculina de ese personaje que lo atraía cada vez más. Era enigmático, risueño, carismático, simpático, siempre sonriendo, aunque la vida no lo tratara del todo bien (aunque él no lo tratara muy bien), siempre tenía alguna mueca o expresión en su rostro. No lo decía con palabras, lo decía con la cara.

No se podía dar ni permitir el lujo de dejarse absorber por esos sentimientos potentes y latentes que albergaba dentro de su ser. No era correcto, no era lo que se esperaba de alguien como él.

No podía rehusarse a admitir (para sí mismo) que había algo en el otro, algo muy fuerte e indescriptible. Tal vez eran sus ojos chocolate (con un poco de verde, cuando se dio la tarea de observarlo más detenidamente), su cabello negro ondulado que le cae elegantemente por un lado de su rostro, o esa pequeña pero evidente barba que adorna su rostro, o tal vez las pecas que resaltaban sus pómulos y descansaban en su nariz... no sabía qué era, pero estaba ahí, latiendo con fuerza.

Desde que lo vio por primera vez quiso saber más de él. Quería conocerlo mucho más. No era solamente la intensa necesidad de saber quien sería su secretario en los próximos años, quiso culparlo a esa necesidad, pero era imposible creer que era por puros motivos laborales.

El verlo siempre con una camisa de cualquier color extravagante que el pequeño pudiera pensar, era el highlight de su día. Era siempre de algún color que él jamás pensaría siquiera en detenerse a usar. No se despegaba del típico traje negro y eso sería todo, el pelinegro era distinto, rozando lo profesional con lo divertido, sería un acierto pensar que le daba un poco de color a lo monótono y aburrido de la oficina.

Y no era sólo la camisa de algún color extravagante lo que hacía que todo se viera un poco más colorido... era él. Su personalidad era un rayo de luz, era un pequeño momento de calidez, había algo en su mirar que lo hacía sentir como todo el estrés de cualquier cosa disminuyera. No tenía que decir nada y lo tenía a sus pies, no tenía que hacer nada, y le regalaría la luna a manos llenas, lo tenía a sus pies, y no se había dado cuenta.

Quería gritarle a todos lo mucho que quería que ese pequeño mexicano fuera suyo, de nadie más, ser el hombre más posesivo del mundo con él, porque nadie lo merecía, ni él lo merecía, pero se encargaría de que valiera la pena quedarse a su lado. Pelearía con quien fuese por un pequeño momento de interacción con el otro.

Lo deseaba tanto, lo anhelaba tanto, le carcomía por dentro. Era prohibido.

En tal magnífica empresa no podía caber lo que sea que se pudiera dar. Él era su empleado, un trabajador entre tantos, uno más en la nómina. No podía permitirse ese lujo, no podía permitirse que sentir que el otro le diría que sí por presión. Si el pequeño tenía sentimientos hacia él, tenía que ser enteramente porque le amaba, no porque amara su empleo y no quisiera perderlo.

Era un tipo de mantra, era lo que le permitía mantener la cabeza fría cuando sentía un pequeño tacto de la mano de su secretario cuando le entregaba algo, era lo que hacía a su intimidad mantenerse en su posición cuando le veía agacharse y observaba como esos pantalones dejaban ver un poco más.

Se lo repetía hasta el cansancio, no podía permitirse que el otro estuviera con él por compromiso o por miedo, o que tuviera que verlo marcharse porque la situación sería demasiado intensa para que el pelinegro pudiera mantenerse en su puesto. Era algo que debía sacrificar por el bien de ambos.

Pobre Secretario || ChestappenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora