Capítulo 119: el último enemigo

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       —Disculpe, creo que no le entendí —dijo Grecia, con el ceño fruncido—. Ve por seguridad —le susurró a Andrés.

       —Explícame: ¿por qué la gente tiene el concepto de que eres correcta y honesta? Una persona correcta no pasa por encima de las leyes para quitarle la herencia a alguien más.

       Andrés se había alejado de la mesa, para buscar a seguridad. Había algunos mesoneros en el lugar y pocos clientes.

       —¡Tú no te mueves! —gritó, sacando un arma—. ¡Ninguno! —amenazó, colocándose de pie y agitando el arma en todas las direcciones.

       —¿Quién eres tú?, ¿qué quieres? —preguntó Grecia.

       —Martín tenía razón, eres muy arrogante. Le arrancaste una herencia de las manos a tres personas y, ¿no sabes quiénes son?

       —No sé de qué herencia me estás hablando —dijo, con la mano tras su espalda le hacía señas a Andrés, para que se distanciara más e intentara llegar a la puerta.

       —Yo soy heredero legítimo de Victoria —explicó él.

       Grecia sonrió incrédula.

       —¿Tú conociste a Victoria? —preguntó Grecia.

       —Claro que la conocí.

       —¿Sí?, ¿cuántas veces la viste en tu vida? —lo retó.

       —Eso es irrelevante —aseguró el hombre, mirándola a la cara.

       —Yo creo que es lo único relevante.

       —¡Yo soy su heredero!, ¡eso dice la ley! —gritó—. Yo sé que hiciste trampas y sobornaste gente para que te dieran mi herencia a ti, junto con ese desgraciado de Labrador: «Victoria murió sin un céntimo» —lo remedó.

       —Para el momento en que Victoria murió no era dueña de nada —aseguró Grecia. La situación le parecía absurda y hasta ridícula, lo único que le inyectaba realidad y seriedad era el arma en la mano del hombre.

       —No tenía nada porque hicieron trampas, estafaron al sistema, ¡yo conozco el sistema!, tú lo estafaste, por eso eres una cocinera millonaria, ¡una cocinera!, ¡una lesbiana sobrevaluada! —gritó lleno de ira y resentimiento—. Nada de lo que tienes te lo ganaste tú, todo se lo debes a Victoria, hasta este trabajo; ¿tu jefe no te dijo?, ¿no te contó que te dio el cargo porque era amiguito de ella?

       Grecia frunció el ceño.

       —¿De qué estás hablando? ­—preguntó —. Suelta el arma antes de que le hagas daño a alguien.

       Algunos clientes habían entrado a la cocina, otros estaban tras la barra. Andrés no había logrado salir, cada cierto tiempo el hombre lo miraba y lo amenazaba con el arma, pero ya no era necesario, desde la cocina habían llamado a la policía.

       —Tú no te has ganado nada de lo que tienes. Esas casas, ese dinero, eso es mío, me lo quitaste a mí, porque Victoria no pensó en su familia; era una perra egoísta que se creía superior, pero por ley me toca a mí. —Se movió hacia la puerta, para obstruirla, de camino le puso una mano en el hombro a Andrés y lo obligó a sentarse en una de las mesas.

       El hombre estaba a mayor distancia de Grecia, y relativamente cerca de Andrés.

       —De aquí no sale nadie, la gente cree que uno es estúpido: las personas que estaban sentadas están en la cocina, ¿qué creen?, ¿creen que estoy ciego? —miró a Andrés—. ¿Tú crees que soy imbécil?, cinco pasos hacia la puerta, ¡te dije que no te movieras! —gritó, apuntándolo a la cabeza.

Quédate con ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora