Capítulo 118: un amor predestinado

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Cuando estuvieron solas, Grecia vio como Lourdes empezó a comer.

—¿Cómo puedes comer?, yo me quiero morir —confesó, no sabía cómo había ocurrido algo que no le ocurrió a los dieciocho.

—Somos dos adultas, haciendo cositas de gente grande, relájate. La comida está rica, ven.

Grecia negó con la cabeza mientras sonreía. La observó devorar una hamburguesa.

—La estarías disfrutando más si el pan fuese de papa y tuviese nueces tostadas, cebolla caramelizada y aceitunas —aseguró—. Y esas papas se verían beneficiadas de aceite de trufas y parmesano rallado.

Lourdes tenía las mejillas abultadas por la comida, pero sonrió.

Grecia la dejó disfrutar su manjar callejero y fue a la habitación, intentó recoger el desastre de ropa que Lu había dejado sobre la cama, en el proceso consiguió el álbum de hojas de ella; era rosa pastel, le dio risa lo tierno que lucía.

—Yo te conté de mi abuelo, ¿cómo empezaste tú? —preguntó, con el álbum en la mano.

—Siempre he sido muy enamorada, soy demasiado gay —aseguró.

Grecia frunció el ceño.

—¿Qué tiene que ver?

—Empecé a coleccionarlas como a los ocho años. Estaba en una playa de la costa central, con mi familia. Era raro estar vacacionando aquí, pero lo hicimos porque mi papá no podía irse tan lejos, había cosas pasando en la empresa.

»Ilan era un adolescente, hizo un grupo de amigos y yo siempre estaba sola, pero había una niña; era más grande que yo, pero no tanto como Ilan, pero sí era evidente que estaba adolescente, o entrando en la adolescencia. Era linda. Estaba de vacaciones con su familia, igual que yo, pero ella había estado muchas veces ahí; conocía pasajes ocultos y recovecos.

»Me mostró todo lo que conocía. Creo que le inspiré ternura; es que yo era pequeña y casi no hablaba, pero la seguí a todas partes, yo pensaba que ella era una aventurera como las de las películas y ella nunca me dejó sola, me daba la mano si había ramas difíciles de saltar, ella siempre pisaba primero y me señalaba el camino más seguro o despejado, también me dio a comer varias frutas de la zona.

»En ese momento no lo sabía, pero con el tiempo lo entendí; ella fue ese amor platónico de la infancia.

—Siempre pensé que Verónica había sido tu primer amor.

—Fue la primera mujer —corrigió Lourdes—. Yo siempre pensé que mi primer amor había sido Laura, y en esencia lo fue, fue un amor completo. Pero cuando lo miro en retrospectiva, tal vez, si hubiésemos sido diez años más grandes, esa niña de la costa hubiese sido mi primer amor, aunque sólo la vi unos días. Pero fueron buenos días, gracias a ella; recuerdo que mi mamá estaba molesta porque no habíamos ido a París y mi papá vivía pegado al teléfono, ver a esa niña era lo único que me emocionaba. Un amor de verano —comentó sonriendo—. El día que se fue me llevó al parque del pueblo, lejos de la playa, me regaló una hoja de cacao, seca, y me dijo...

—«Guárdala, para que nunca olvides las aventuras de la costa y para que me recuerdes a mí» ­—interrumpió Grecia.

Lourdes la escuchó y dejó de comer, la miró con el ceño fruncido.

­ —Te la di yo... eras muy tierna y estabas sola todo el tiempo, pensé que eras turista, no hablabas casi nada y tu hermano parecía un surfista australiano, pero nunca te vi con ojos morbosos, sólo parecías una muñequita triste. Yo quería que vieras cosas bonitas e interesantes. Jamás pensé que te volvería a ver... te imaginaba con los canguros —comentó riendo, pero Lourdes no salía de su sorpresa.

Quédate con ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora