David

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David

El silbato del árbitro resuena en el aire, marcando el inicio del partido. El estadio improvisado del pueblo está repleto; es uno de esos días en que Bahía Escondida se siente más vivo que nunca. Todo el mundo ha venido a vernos jugar. Hay una energía vibrante que se siente en el aire, y aunque estoy un poco nervioso, también estoy emocionado. Es mi primera vez jugando en casa desde que me uní al equipo, y quiero demostrarle a todos que puedo estar a la altura.

Desde el primer toque del balón, el partido es intenso. Javier está en su elemento, moviéndose con una gracia y rapidez que solo alguien con su talento puede tener. Es increíble verlo jugar, cómo controla el balón, cómo se anticipa a cada movimiento del equipo contrario. Pero hoy no estoy solo admirándolo; estoy decidido a demostrar que también soy capaz de aportar algo.

El partido avanza rápidamente, y a medida que pasan los minutos, me siento más confiado. Consigo hacer un par de jugadas buenas, y aunque sé que todavía tengo mucho que aprender, siento que estoy en el camino correcto. Pero entonces, en medio de la euforia, algo sucede.

Estamos en la segunda mitad del partido. El marcador está empatado, y la presión está aumentando. La defensa del otro equipo es implacable, y cada vez es más difícil avanzar. Estoy corriendo por el centro del campo, buscando una oportunidad para abrirme paso, cuando veo el balón venir hacia mí. Sin pensarlo dos veces, corro a su encuentro, decidido a hacer una jugada.

Pero entonces, lo siento. Un golpe, duro y seco, directamente en mi pierna derecha. No veo venir al jugador contrario, que se lanza hacia mí con una fuerza inesperada. El dolor es instantáneo y abrasador, como si mi pierna estuviera en llamas. Antes de darme cuenta, estoy en el suelo, el mundo girando a mi alrededor.

El silbato del árbitro suena otra vez, esta vez más agudo, y todo se detiene. Escucho voces a mi alrededor, pero están borrosas, como si vinieran de muy lejos. Intento levantarme, pero el dolor es tan intenso que me quita el aliento. Todo lo que puedo hacer es quedarme allí, agarrándome la pierna y esperando que el dolor disminuya.

—¡David! —escucho la voz de Javier, clara y preocupada, acercándose rápidamente.

Levanto la vista y lo veo corriendo hacia mí, con la cara llena de preocupación. No estoy seguro de cómo luce mi rostro en este momento, pero por la expresión de Javier, sé que no es buena señal.

—Tranquilo, ya viene el médico —dice, agachándose a mi lado y poniendo una mano en mi hombro.

Asiento, intentando no dejar que el pánico me consuma. El dolor es punzante, pero lo que más me preocupa es lo que esto significa. ¿Qué tan grave es? ¿Podré seguir jugando? Todas estas preguntas comienzan a rondar en mi cabeza, pero trato de mantener la calma.

El médico del equipo llega poco después, y me revisa la pierna con cuidado. Cada vez que presiona en ciertos puntos, el dolor se intensifica, y tengo que apretar los dientes para no gritar. Después de lo que parece una eternidad, finalmente se gira hacia Javier y hacia mí.

—Necesitamos llevarte al hospital para hacer una radiografía —dice el médico con tono profesional, pero no puedo evitar notar la seriedad en su voz—. Podría ser algo más que una simple contusión.

Las palabras del médico hacen que mi corazón se hunda. Me duele, pero la idea de que podría ser algo grave es lo que realmente me asusta. Javier me mira, y veo el reflejo de mi propio miedo en sus ojos.

—Estoy contigo, David. Todo va a estar bien —dice Javier, con firmeza, aunque sé que también está preocupado.

Con su ayuda y la del médico, me levantan del suelo y me llevan hacia la salida del campo. El dolor en mi pierna es punzante, cada paso es una tortura, pero me esfuerzo por no mostrarlo demasiado. La última cosa que quiero es que todos me vean como alguien débil o, peor aún, como un fracaso.

Bajo la luz del faroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora