(-) Vemos las cosas, no como son, sino como somos nosotros (Kant)
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Hay secretos que es mejor mantener ocultos y otros que es mejor olvidar. Pero para Matteo y Ruelle, ya es demasiado tarde. Ahora, su única esperanza de sobrevivir radica en confia...
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La habitación de Elio es tal cual su personalidad. Las paredes están pintadas de un profundo azul oscuro, adornadas con murales de constelaciones que parecen cobrar vida bajo la luz tenue.
Un escritorio amplio y desordenado ocupa el centro de la habitación, cubierto de libros de ciencia, cuadernos llenos de anotaciones y gráficos. Una computadora portátil parpadea en un rincón, mostrando datos y fórmulas que me resulta imposible descifrar.
Las estanterías, repletas de volúmenes sobre biología, física y astronomía, revelan una mente inquieta y apasionada. Entre los libros, destellan frascos de vidrio, tubos de ensayo y un microscopio, como si estuviera listo para cualquier experimento improvisado.
En la pared opuesta, un gran póster de un famoso científico sonríe, mientras que una pizarra blanca está llena de fórmulas y dibujos, reflejando sus pensamientos y sueños.
Un sillón cómodo, desgastado por el uso, invita a la contemplación, rodeado de plantas que parecen respirar vida en el espacio. La habitación de Elio no es solo un lugar para estudiar; es un santuario donde la ciencia y la imaginación se entrelazan, un reflejo vívido de su apasionada curiosidad por el mundo.
Pero por más que lo busco, no lo encuentro. Arrugo el entrecejo y sin girarme pregunto.
—¿Y el piano? —cuestionó, pero al verlo por fin noté cómo estaba a mis espaldas. Sus manos en los bolsillos y la mirada fija en mí, su voz ronca y atractiva resonaba en mis oídos, haciendo que un escalofrío recorriera mi espalda. Tragó grueso y suelta una risilla antes de colocar el seguro.
—¿Elio? —mi voz temblorosa delataba mi confusión.
—Me decepcionaste, creí que me conocías bien y que te darías cuenta de quién era en verdad.
Confundida, intenté ver a través de la oscuridad, pero no fue hasta que se acercó peligrosamente a mí que me di cuenta de que no era Elio, sino Matteo.
—¿Qué? —tartamudeé, y su risa resonó en la habitación.
—¡Oh, Ruelle, Ruelle! —chasqueó la lengua y me empujó suavemente contra el escritorio, inclinando el portátil—. La inocente princesa de Alexander Vaemond.
Una nueva risa escapó de sus labios. Su cuerpo casi pegado al mío me robaba el aliento, y su suave caricia en mi mejilla hacía que mi piel se erizara. Traté de reprimir las sensaciones que él despertaba en mí, pero su contacto frío me hacía suspirar involuntariamente.
—No, solo cobré un favor —dijo encogiéndose de hombros, notando mi preocupación y negando rápidamente—. Está bien, quizás esté disfrutando de la cena en la oficina de su padre. Solo tomé su lugar por unos instantes para verte.