Capitulo 20

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La luz tenue del televisor iluminaba la sala, proyectando suaves destellos sobre las paredes decoradas apenas con unas luces navideñas desgastadas. El sonido de una alegre película navideña contrastaba con el silencio sepulcral que reinaba en la casa de Irene. Sentada en el sofá, envuelta en una manta gruesa, sostenía una taza de chocolate caliente entre las manos, el vapor subiendo lentamente, como si tratara de calentar una habitación donde ni siquiera los recuerdos lograban hacerlo.

En la pantalla, una pareja se besaba bajo la nieve, con la música festiva subiendo el volumen para sellar un final feliz. Irene suspiró, su mirada perdida más allá de la escena. Era la misma historia, año tras año. Parejas encontrando el amor, familias reunidas alrededor de un árbol brillante, mientras ella permanecía sola en ese espacio que alguna vez estuvo lleno de vida.

—Qué cliché... —murmuró con una sonrisa amarga, aunque nadie estaba allí para escucharla.

Dejó la taza sobre la mesa y abrazó sus rodillas, cubriéndolas con la manta. Un viejo álbum de fotos descansaba en el mueble frente a ella, cerrado y cubierto por una fina capa de polvo. Irene no se atrevía a abrirlo. Lo había hecho demasiadas veces en el pasado, buscando consuelo en las imágenes de sus padres sonriendo junto a un árbol de Navidad decorado por sus manos torpes de niña. Pero cada vez que lo hacía, el peso de su ausencia se hacía más insoportable.

—No es tan malo estar sola, ¿verdad? —se dijo a sí misma en un intento de autoconvencerse, pero su voz sonó débil, quebrada.

Un par de lágrimas se escaparon sin permiso, rodando por sus mejillas mientras el eco de una risa navideña resonaba en el televisor. Se apresuró a limpiarse la cara con la manga de su suéter. Odiaba sentirse vulnerable, incluso si era en la soledad de su propio hogar.

Miró por la ventana. Afuera, la lluvia caía suavemente, cubriendo las calles de agua que lucía hermoso y frío a la vez. En alguna parte, familias se reunían, amigos brindaban y alguien confesaba su amor al calor de una chimenea. Pero para Irene, la Navidad era solo una fecha más en el calendario, un recordatorio cruel de lo sola que estaba en un mundo lleno de ruido.

Tomó el control remoto y apagó la televisión. La sala quedó en silencio absoluto. Irene se recostó en el sofá, dejando que sus pensamientos divagaran en la penumbra.

—Tal vez el próximo año... —susurró, aunque sabía que lo había dicho tantas veces antes que hasta a ella le resultaba difícil creerlo.

Cerró los ojos, escuchando el suave crepitar de la calefacción, mientras la lluvia seguía cayendo allá afuera, ajena a su dolor.

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El amanecer se filtraba suavemente por las ventanas, iluminando la sala donde un árbol de Navidad resplandecía con luces doradas y cajas de regalos perfectamente envueltas en papel brillante. Lisa observaba el panorama con una sonrisa melancólica mientras apoyaba su espalda contra el umbral de la puerta. Los niños aún no habían bajado, y el silencio de la casa era un respiro antes de la tormenta de despedidas que se avecinaba.

Poco después, se escucharon los pasos apresurados bajando por las escaleras. Las risas de los pequeños rompieron el silencio. Lisa se enderezó y, con su característica sonrisa sarcástica pero afectuosa, levantó una ceja.

—¿Y ustedes no deberían estar dormidos aún? —bromeó, tratando de esconder su tristeza con una voz ligera.

Los niños, emocionados, corrieron hacia el árbol, observando los regalos con los ojos muy abiertos. Sin embargo, en lugar de abalanzarse sobre ellos como Lisa esperaba, se giraron lentamente para mirarla con lágrimas brillando en sus pequeños ojos.

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