2. Brighter Than Sunshine

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Charlene Wallace bajó de su auto, subió las escalinatas de la entrada del colegio y caminó hacia el toilette del edificio principal. Durante el trayecto se encontró con Belle Goodwin Norton, Francia Nicholson y Sarah Weisman. La primera era una persona diferente a la que conocía: ahora lucía cabello corto. Era sabido que en el verano había sufrido muchos cambios significantes. Las tres querían saber de su tiempo en París, como si sus vacaciones hubiesen sido poco interesantes. Lo dudaba.

Ya en el baño de damas corrigió el maquillaje, se arregló las mechas mejoradas por su estilista esa misma mañana y, por supuesto, le lanzó esa poderosa mirada al espejo que tenía en frente.

Este es tu año, Charlene.

Antes de salir, sacó su blackberry de la cartera Balenciaga azul francia que le había sacado a su madre de su gran vestidor neoyorquino y revisó si no tenía algún mensaje nuevo o llamada perdida de sus mejores amigas. ¿Cómo podían olvidarla de aquella manera?

Lo guardó al comprobar que ninguna de ellas recordaba su existencia y, asegurándose de que nadie la estuviese viendo, se subió un poquito más la pollera azul a tablas. Acto seguido salió al patio principal del colegio St. Nichols donde se topó con el chico que siempre parecía no haber dormido nada.

—Mira a quién tengo enfrente. William, el rey—murmuró mientras lo abrazaba. Eran casi como hermanos, o no tanto, ya que William coqueteaba con ella en cuántas oportunidades tenía. "William, el rey" se había proclamado él mismo un año atrás cuando habían asistido a una aburrida fiesta en la terraza del Empire State. Esa vez sí que se había creído King Kong.

Por su altura, William Shepperd podía pasar por un modelo. Era esbelto y su postura era tan rígida como una pared. De hecho, nadie recordaba haberlo visto alguna vez caminando encorvado o siquiera arrastrando los pies. Podía haber dormido media hora en una semana, pero aún así conservaba su compostura.

Su personalidad también iba acorde con su aspecto estructurado. En su mente, tal vez le había ganado por mucho al enfermo compromiso de Charlene: desde los once años William sabía qué quería para su futuro y cuántas cosas debía y podía hacer para lograr sus cometidos. No era lo suficientemente exigente, lo que podía atribuírsele a su fiel trato con ciertas sustancias tóxicas, pero jamás se le había pasado por la cabeza salirse de las riendas.

Y si las cosas no salían a su modo, pues esas cosas de repente carecían de sentido. No valían la pena.

También era demasiado atractivo para su propio repertorio (¿Acaso quién no era hermoso en aquel lado del Central Park?). Sus facciones estaban marcadas por du quijada, tal vez el mejor atributo después de su mirada. Sus ojos marrones, heredados de su padre, junto a las marcadas curvitas debajo de ellos, sus cejas tupidas, y sus largas pestañas constituían la petrificante mirada de un joven con vagos pensamientos profundos. Sin dudas, el fuerte de William era su mente y eso se veía reflejado en sus ojos. Cuando reía se veía algo parecido a lo tierno y, cuando se encontraba serio —es decir, durante el ochenta por ciento de las veces—, todo aquel que lo tenía enfrente podía llegar a dos conclusiones consecutivas. Primero, que él estaba por encima de cualquier ser vivo a diez kilómetros a la redonda. Y segundo, que él sabía y conocía cada detalle de todo aquel que se encontrara a diez kilómetros a la redonda.

Poco interesante, ¿verdad?

—Hola, Charlie—murmuró Will apenas sonriendo—Siempre tan temprano.

El único hijo de los Shepperd sí que era el rey. Sí, el rey de la ironía. Y tenía la memoria suficiente como para saber que Charlene, a pesar de ser tan dedicada y responsable, nunca llegaba más de diez minutos antes de que la campana resonara en los tres edificios y tres patios del St. Nichols.

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